Instrucciones para restablecer el Destino

27 | La solución a mis problemas

Un año, doctora, tuvo que transcurrir un año antes de que Brendy me permitiera acercarme a ella. Un año de teasing, de tortura psicológica que tuve que aplacar a punta de porno y paja. Dejé de reconocerme. A man like me, recurriendo a tácticas de lonely losers, con tantas mujeres a mi disposición para aplacar las ganas, y sin poder echar mano de ninguna de ellas por temor a repetir los errores del pasado.

Me convertí en el Rey del Karma. Me lo merecía por caliente. Es lo que me decía para autoconvencerme de la bondad de mi situación durante esa época. Me encontraba en una suerte de etapa de purga espiritual que me encaminaría renovado y renacido hacia los brazos de mi amada.

Le diré cómo me fue con lo de la terapia de choque. Mal, no porque en teoría no funcionara, sino porque había dejado una variable fuera del análisis: la disposición de Brenda hacia el toqueteo. Mi esposa es una mujer muy tímida, supongo que de eso usted ya se habrá dado cuenta. Reacia al contacto físico con personas con quienes no tiene mucha confianza. Esa es su manera natural de ser. Y yo no lo tomé en cuenta.

Si Brendy hubiese sido más outgoing, you know, las cosas hubieran sido diferentes. Pero lidiaba con alguien para quien la cercanía física ya era, de por sí, una rareza. Eso lo complicaba todo a niveles que no había previsto. Ella desconfiaba de mí –y con razón, lo reconozco–; además, habíamos estado separados demasiado tiempo como para que me considerase algo más que un conocido estimado –y soy optimista al respecto–. Necesitaba quebrar esa barrera que los años, la traición y la distancia había separado nuestras voluntades de amar sin reticencias. Y la solución obvia se trataba del tiempo y la constancia.

Se hacía indispensable pasar con ella todo el tiempo que me fuera posible, sin intermitencias y durante un período tan sostenido como para restablecer su confianza hacia mí. Y ya, puestos en ello, aplicar la terapia de choque de a poquito, como había aprendido en Animal Saviors.

Esa última referencia no era necesaria, damn it.

Como le dije, la paciencia nunca ha sido una de mis virtudes. Pero parecía necesario ejercitarla en aras de un bien mayor a largo plazo. La dilación del placer con el fin de obtener un beneficio mayor, dice la psicología. Yo era una suerte de master en el medio. Aprendí a resistir las tentaciones para evitar que Madelyn me clavara un hijo cada que le diera la gana. Conocí la manera de distanciarme emocionalmente de las mujeres, lo suficiente como para que ninguna me tentara y así poder sobrellevar la shtity life a la que me había hecho acreedor cuando me casé con mi primera esposa.

Solo era cuestión de retomar la práctica. Así que me puse en ello. Tardaría lo que fuera necesario para recuperar la confianza perdida de mi Brendy, pero, cuando llegó el año y Brendita continuaba haciéndose la dura, me encontré a punto de dejar todo por las buenas y largarme a vivir a la montaña, o devolverme a Estados Unidos; a Las Vegas, para ser exactos, para perderme en un desvarío desenfrenado de sex, drugs and rock and roll.

Pero se me ocurrió una idea: una mezcla exótica entre ambas posibilidades. Se trataba de algo tan obvio, algo tan asquerosamente simple que estuvo frente a mis ojos todo el tiempo y, debido a mis prejuicios, ni siquiera se me había pasado por la cabeza: necesitaba hacer que Brenda perdiera la timidez.

La solución era obvia, nos pegaríamos los tragos y, cuando su personalidad extrovertida hubiera fluido, me aproximaría a ella. No como esos depredadores sexuales de quinta que se aprovechan de chicas intoxicadas. Sino como un exprometido cariñoso que desea reconciliarse con su former fiancée. Me propuse no dejar la caballerosidad a un lado y participarle de las mieles de mi contacto físico, que de seguro extrañaría.

Así, de a poquito, restablecería su confianza.

Ahora, existía, al menos, un par de impedimentos: ni ella ni yo sabíamos tomar. No es que no me gustara el trago. Lo tolero, pero me pone belicoso y finalmente demasiado emocional. Contradice toda la reputación que he tardado en construir sobre mí por alrededor de cuarenta años. Y no me gustan las inconsistencias.

Y, en cuanto a Brenda, por entonces no tenía idea de cuáles eran los efectos que el trago le producía, porque nunca la había visto borracha. Ella decía que no le gustaba tomar y que en su casa no se bebía. La única que lo hacía, y muy en serio, era su hermana Vero. Y ella parecía tenerlo muy bajo control. Era, como se dice en este país, un tragazo de mujer. Aguantaba más que los hombres, incluso. Supuse que, a Brendita, por disposición genética, le ocurriría algo parecido.

Pero me equivocaba.

Tendría que ocurrir en un espacio seguro para ambos. En mi departamento, por ejemplo. Sin embargo, eso parecía imposible: Brenda ni loca acudiría, por su propia voluntad, a mi penthouse del downtown. No lo había hecho hasta entonces y no lo haría en ese momento. Tenía que ser en el que compartía con Nathaniel. Ese muchacho malcriado. No me malentienda, doctora. Amo a mi hijo o, al menos, es lo que me repetía todos los días hasta que se hiciera realidad. Hoy menos que antes, pero por entonces, me costaba mucho agarrarle cariño. Ambos nos la poníamos difícil.

No sé por qué hablo en pasado, en fin.

Necesitaba ser algo de mutuo acuerdo. Nada unilateral podía aplicarse a mi pequeña Bren, de eso ya había adquirido aprendizaje. Pero, como sabía que se negaría, tuve que recurrir a mis mañas de contemporary adult. Me ofrecí a cocinarle una rica cena una noche de julio de 2015, ni siquiera recuerdo con qué pretexto y no viene al caso. Accedió, pues, y me encargué de comprar, entre toda la parafernalia de ingredientes, dos botellas de vino, una de vino barato de cocina, y otra de merlot, una variedad que me habían dicho que funcionaba bien para mis propósitos y que estaba bastante suavecito.




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