Instrucciones para restablecer el Destino

29 | Dialéctica de un hijo y una beca

El año transcurrido entre la llegada de Jordan a La Capital y, por decirlo de algún modo, nuestra inicial reconciliación, fue para mí un tormento chino. Entiendo de dónde saqué el estoicismo para soportarlo. Por las noches leía a Marco Aurelio, a Séneca y a Epícteto. En ese orden. Todo para desembarazarme de la idea de que había cosas que podía controlar, aunque estuviesen totalmente fuera de mi campo de influencia.

Una no puede gobernar a su inconsciente. Este lo gobierna a una. Pero, según el estoicismo, lo único que podíamos regular era a nosotras mismas. De modo que me entregué a la tarea de poner a la raya a mis instintos y dedicarme a resistir la tentación de caer en los brazos de Jordan, al primer momento de debilidad. Mi inconsciente apoyaba mucho, en parte, con la reacción adversa de mi cuerpo. Pero a la otra faceta de mí, la dionisíaca, la que quería tomar a Jordan por el torso y subirse a rastras por su cuerpo de madera tallada, le tenía muy sin cuidado la opinión del emperador romano, que consideraba a la contención como una virtud propia de gente con un elevado grado de autodominio.

Las fantasías subieron de tono de a poquito. Al principio, imaginaba que éramos esposos, que gozábamos de una vida familiar activa y saludable. Fantasías de mamá soltera, pues. Aquello no le bastó a mi inconsciente. Todo matrimonio saludable tiene, por defecto, costumbres de alcoba igual o más vigorosas y fructíferas. Así que me propuse imaginar cómo hubiera sido nuestra vida de pareja si tan solo Jordan fuese capaz de ponerme un dedo encima –o dos–. Si se comprende a lo que me refiero.

Para cuando me di cuenta, una obsesión distinta a todas las que había padecido en torno a la figura de mi exprometido, me había cooptado entera. Sin querer, me vi sin levantarme de la cama hasta las diez u once, entregada en mi totalidad a soñar con él, con su cuerpo, con su calor de hombre. Nuestra vida íntima de juventud había sido, cómo diríamos, más bien tranquila, y la utilidad práctica del acto sexual tampoco había ayudado mucho que digamos a avivar la pasión.

Jamás me he considerado una mujer sensual. Porque no lo soy. Jordan lo sabe y lo siente. No solíamos actuar como una pareja explosiva. Al menos, no en la práctica. Ojo que me refiero a ello en pasado. Con seguridad, ambos hemos adquirido experiencia con el tiempo. En los catorce años que me mantuve separada del hombre de mi vida, hubo otros. No diría que muchos, pero sí los necesarios como para proveerme de un bagaje sexual al que yo podría calificar como sólido.

Sin embargo, Jordan asumió que yo me dediqué a deshojar margaritas todo ese tiempo, sentadita en alguna especie de diván rosa comiendo chocolates rellenos de cereza, mientras aguardaba por su venida. Que piense lo que quiera. A mí lo bailado no me quita nadie. Tampoco es que tenga ninguna obligación ni apuro de contárselo.

Recuerdo cómo fue nuestra primera vez juntos. Bueno, la mía era de estreno, porque él ya había tenido a Tatiana en su lecho, literal y metafóricamente hablando. Ahora que lo pienso con detenimiento, las circunstancias de la pérdida de mi virginidad estuvieron atravesadas por una serie de sinsabores de los que hubiera preferido no hablar. Los fantasmas del pasado sobresalen, mis complejos afloran, mis odios se disparan.

Pero, ya que estamos adentrados en ello, disparemos, pues.

La pobreza me pisaba los talones, allá por 1998. Se aproximaba mi graduación y me urgía conseguir un trabajo, de lo que fuera, para poder ahorrar de inmediato para costearme, eventualmente, mis estudios universitarios.

–Ninguna novia mía trabajará como obrera, Brendy. ¡Cómo se te ocurre! –me dijo Jordan, una noche a la salida del cine. La pelea se suscitó en su auto, frente a mi casa. Parecía que mi entonces noviecito tenía un apuro inusitado por dejarme en la puerta y salir disparado de ahí. Nunca supe muy bien por qué.

–¿Y qué se supone que tengo que hacer? –le respondí, un tanto impacientada–. Ni modo que me quede en calidad de bulto, atrapada en mi casa.

–Aguantar un rato. No sé. Dices que vas a buscar empleo y te vienes a mi casa –decía él, como si me hubiese suministrado la solución final a todos mis problemas.

–No me gusta mentir, Jordan. Y tampoco soy buena en eso. Mi papá se va a dar cuenta cuando no presente resultados.

–Ya se me ocurrirá algo. Tú no te preocupes por eso –por entonces, a Jordan se las daba por ejercer una especie de patronato sobre mi persona, como si su integridad dependiera de que él asegurara mi supervivencia–. Yo me encargo.

–Mi tía me ha conseguido un trabajo en el centro comercial. Es en oficina, de ayudante digitadora del contador.

–¿En qué empresa?

–En el Play Ground.

–¿El Play Ground? No way! –la compañía en cuestión era regentada por una judía de pocas pulgas cuyos hijos habían estudiado en… ¡adivinaron!, el Colegio Americano. Una deshonra, pues.

–El pago es decente, y no implica atención al público –le dije–. Creo que aceptaré.

–No vas a aceptar nada. ¿Te divierte ponerme en ridículo?

–Si ser tu novia es causa de tu desgracia, bien podría dejar de ser tu novia –le contesté, sin ninguna convicción, pero con suficiente despecho–. Igual, por ahora tengo peores problemas que atender.

–¿Y qué tal un crédito educativo? Yo te podría ayudar a conseguir una cita con…




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.