Instrucciones para restablecer el Destino

30 | Nuestro único plan, ejecutado a la perfección

Era marzo de 1998, guardo en mi memoria la fecha exacta, pero me resisto a parecer cursi al nombrarla. Llegué a su casa a eso de las diez y treinta, el chofer me retiró de mi hogar a las diez. El embajador se hallaba de viaje y teníamos la casa para nosotros todo el fin de semana. Ya lo habíamos planeado todo e, incluso, nos habíamos reconciliado por la pelea de la semana anterior.

No pude dormir en toda la noche al pensar en la que me había involucrado. La primera vez no se planea, la primera vez debería ser un acto espontáneo y romántico investido de puro amor. Sensiblerías de adolescente.

De cualquier modo, Jordan se había esforzado para recrear el ambiente propicio para que nuestro primer encuentro sexual fuera lo más romántico posible o, al menos, lo menos traumático: una habitación bien ordenada, con aroma de vainilla y canela, música de Enya –lo que me pareció un tanto exagerado–, fruta fresca y mucha agua.

–Bienvenida a su mansión, señorita –me recibió directamente en su habitación, vestido solo con una camiseta blanca y un pantaloncillo de tela delgada, como de pijama. Estaba descalzo y parecía recién bañado. Jordan en su estado puro. Parecía un ser angelical, disfrazado de humano.

–Antes que nada –me dijo una vez que nos quedamos solos y luego de cerciorarse de que la puerta hubiera quedado bien asegurada–, necesito que sepas que esto no lo hago por obligación, sino por deseo.

No se le veía muy horny, que digamos. Y, ya que nos ponemos sinceros, yo tampoco.

I really do care about you, babe.

Esperaba, para ser honesta, un sencillo I love you. Pero no ocurriría esa vez, sino luego. Creo que ya hablé de eso.

No me detendré a narrar con lujo de detalles nuestro primer encuentro. Porque me cuesta recordarlo. Rememoro instantes, como aquel en el que, ya sobre mí, se quitó la camiseta. Su cuerpo parecía nunca haber conocido la grasa corporal. Sentí envidia de su cintura marcada por esos abdominales de tableta chocolate blanco. Cada músculo en su lugar, en su volumen preciso, para que no se pudiera adivinar, siquiera, la esbeltez absoluta de su torso cuando tenía una camisa puesta. Una cosa era segura: la ropa no le hacía justicia.

Recuerdo la vergüenza de mi propia desnudez al lado de la suya. Si lo examino con la indulgencia de la distancia, diré que mi figura de dieciocho años era hermosa, a su manera. Nada atlética, porque el deporte, salvo intermitentes partidos de volley obligados en el colegio, nunca había sido una afición personal, pero delgada y con varias curvas no muy pronunciadas en su lugar. Ni en sueños se acercaba, sin embargo, a la trabajada perfección del cuerpo de Jordan, devenido figura de mármol de Carrara, mitificado apenas a la categoría de semidiós por mi par de ojos juveniles.

Tenía vergüenza de mis estrías en caderas y brazos, de mi vello superfluo, de mis senos demasiado grandes para mi edad, de la cicatriz de la vacuna en mi brazo derecho que me impedía utilizar blusas sin mangas. Toda imperfección fue mirada, acariciada y besada con ternura. Yo acaricié y besé igual, pero no encontré en él ninguna falla. Ninguna.

No recuerdo si dolió, no recuerdo si tuve o no un orgasmo, siquiera. Recuerdo los sentidos, en especial el de la vista, embelesada en sus blanquísimas orejas atravesadas por argollas de oro, en su cabello de obsidiana que parecía brillar con energía propia al contraste de su espalda láctea, salpicada de lunares marrones diminutos.

Evoco el tacto de la perfección de su piel lisa, casi transparente, de sus brazos de musculatura marcada rodeándome la cintura, levantando mi cuerpo para cambiarlo de posición a su voluntad, como si mi peso fuera despreciable. Se movía como si lo hubiera coreografiado, como si supiera, a cada segundo, qué hacer. Como si bailáramos a su compás, bajo sus términos y condiciones.

Me quedo con su olor a jovencito recién bañado, al vaporcito de sudor que desprendía mientras se quedaba dormido, unos minutos después de hacer el amor. A su aliento tibio a chicle de manzana, de sandía o de menta, a las cosquillas que provocaba su incipiente barba que ya se adivinaba abundante en su madurez.

Recuerdo habernos hartado de Pizza Hut cuando nos despertamos, manjar urbano que mi padre nos negaba por ser demasiado caro y demasiado gringo. Me quedo con las horas interminables que pasamos en la cama viendo Mtv, Animal Planet, Discovey Channel y los Tiny Toons. Me quedo con los videojuegos que me enseñó a jugar, con la música que me enseñó a apreciar. Con las películas que mi incipiente formación me permitió recomendarle y con los ánimes que se resistía a ver para no ser considerado un otaku.

Su habitación se transformó en mi refugio de las tardes, en mi cuarto de estudio, en mi café-net, en mi cinema paradiso, en nuestro domo de placer, en nuestro restaurante a domicilio, en nuestro nido de incipiente familia. El efecto maravilla duró lo que duró nuestro intento: cinco meses contados, hasta que, por fin, quedé embarazada.

Que no se diga que no amo con devoción a mi Nathaniel, pero las diosas saben que hubiera preferido tardar más en quedar encinta para disfrutar un poquito más de las mieles de la burguesía y, cómo no, del amor intoxicante que viví durante esos meses con Jordan. Los más asquerosamente hedónicos –y hermosos– de mi vida.

Mientras tanto, tuve que mentir a mis padres. Que me iba a la biblioteca, a encontrarme con amigas, al centro comercial. Supongo que no eran tan tontos como para creérsela, pero tuvieron la prudencia de no desmentirme. Sospecho que, en secreto, ellos también querían que me liara en serio con Jordan, para que rescatase, por lo menos, a alguno de nosotros, de la destitución.




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