Instrucciones para restablecer el Destino

32 | Un hombre como yo

No puedo dejar de pensar que durante 2014-2015, período en que duró mi calvario por la friendzone, Brenda se dedicó tomarme el pelo. Que nunca tuvo, en realidad, intenciones de reanudar nuestra relación y que, incluso, mantuvo a Natho en contubernio para reírse de mí en la cara.

La friendzone, doc. ¿Puede usted creerlo? ¡Qué pregunta! Ese tipo de cosas no le podrían ocurrir a un hombre como yo. Pero le ocurrieron. A veces uno se siente inmune a determinadas experiencias, lo cierto es que todo forma parte de una ilusión. Mi inmunidad diplomática no se aplicaba a mi vida personal, si se me permite la comparación. When you get dumped, al parecer todo lo demás podría muy bien encaminarse nada más que cuesta abajo. Necesitaba detener la caída en desgracia, la espiral descendente en la que había declinado desde lo de… ¿desde lo de Tatiana?

Ahora que lo pienso con detenimiento, he estado en caída libre más de la mitad de mi vida.

¿Sabe qué fue lo que más me dolió de todo ello? Me refiero al rechazo de Brenda. La carota de triunfo del mocoso, cuando volteé a ver, desde abajo, hacia la ventana de mi departamento, del que había sido echado con tanta elegancia minutos atrás, mientras abrazaba a su mamá como yo solo hubiese podido soñar con hacerlo. Creo que fue ahí recién cuando me di cuenta de lo mucho que lo… es que me da miedo decirlo, pero a usted no le puedo ocultar nada, no podría, de hecho, ni aunque me lo propusiera.

Detestaba a mi propio hijo, tenía celos de él. Y él de mí.

This is so fucked up!

Se había acabado. Moriría solo en mi departamento alquilado por una suma ridícula, la casera descubriría mi cadáver putrefacto a los cinco días, cuando en la embajada se preguntasen por qué no había ido a trabajar y se percataran de que nunca pedí vacaciones. Fantaseaba con que Brenda; no, mejor Nath, atestiguara el descubrimiento para que se quedase con el cargo de conciencia. Para que el fantasma de su padre le persiguiera por el resto de la vida. De ninguna manera la causa de la muerte sería suicidio. Se hacía imperativo algo menos deshonroso. Un ataque al corazón, de preferencia dormido, para que mi cadáver fuera hermoso, como mi cuerpo en vida.

El problema de ese tipo de planes radicaba en que se hallaban totalmente fuera de mi control.

Como nadie se muere de un infarto por voluntad propia, cambié de plan a uno más factible. Me convertiría en la versión adulta de Nath, pero con el dinero y el glamour de Jordan. Me dedicaría a coleccionar mujeres, a procurar y procurarme placer sensual y sexual, hasta quitarme la vergüenza de mi fracaso con Brenda. Y cuando esta vergüenza desapareciera, continuaría con el mismo ritmo, hasta que mi cuerpo no aguantara más y, ahí sí, por fin, moriría.

Mi ego quedó tan herido por el episodio de la friendzone, que necesitaba demostrarme que, el hecho de que una mujer me hubiera rechazado, no significaba que las otras tres mil millones y medio lo harían también. The world is mine, me repetía, para mis adentros, mientras planeaba, en horas laborables, la importación de mi nuevo auto de lujo, no tan estrambótico como para pasar por narcotraficante, pero tampoco tan austero como para quedar como un old gringo ligón.

Bajo esa premisa, descarté los Ferrari y los Jaguar. Consideré que un Maserati Alfieri podría ser la elección definitiva: la versión automotriz de mi persona. Me reía para mis adentros mientras finiquitaba los papeles de compra, al saber que Brenda reprobaría una compra de esa naturaleza, mientras que a Nathaniel la haría palidecer de envidia. Mi confiable Range Rover respondía bien, pero, no nos engañemos, parecía un daddy’s car. Mejor lo usaría para el diario. Por las noches, el mundo y sus placeres me pertenecería.

Hacía mucho que no me atrevía a algo así. Me refiero a ligar. A ligar en serio. No tenía ni la más perra idea de a dónde ir, de modo que tuve que pasar vergüenzas preguntando a mis compañeros de la embajada. La opción obvia era el Irish Pub que frecuentaba la crema y nata expatriada angloparlante capitalina. Gente de mi edad y jovencitas que buscaban a gente de mi edad. Hombres, de preferencia.

Pero no me apetecía la solución obvia. ¡Qué vergüenza! El agregado cultural norteamericano no podía ser visto en esas faenas por sus colegas. La contraofensiva fue obvia: las madrigueras nocturnas de la clase media, mi escondite favorito para evadirme de mis pares, en donde contaba con carta abierta para operar como me diera la gana. Para el ligue de altura, tendría siempre el Country Club.

¿Estaba de moda, todavía, ir solo a esos sitios? Que yo supiera, nunca lo había estado. Pero a un hombre como yo nadie le diría qué hacer. Acudí al Bleu una madrugada de insomnio y no necesité hacer fila, la guardia de la entrada me invitó a entrar por la VIP entrance, mientras me recordaba que, en el futuro, esa sería mi puerta de ingreso. Por un momento, me sentí, de nuevo, como en la secundaria.

Ya que estaba demasiado viejo para andar con mi chupete Agogó en la boca, como en la minoría de edad, se me dio por portar otro vicio: sí, doctora, como se lo habrá imaginado, mi madre nunca me amamantó. Ni siquiera sabía qué marca de cigarrillos le iría bien a un tipo como yo. Pronto me di cuenta de lo desfasado que me encontraba; aunque, con mi traje Brioni, nadie se atrevería a cuestionar ese detalle.

Retomé la vieja costumbre de tomar el tiempo desde mi llegada triunfal –y un tanto dramática, no diré que no– al lugar de moda, hasta el instante en que la primera mujer ­–u hombre, porque pasa, a veces– se me acercara. Un minuto y medio, fue la primera marca. Me disculpo, doctora, nunca había estado en peor forma (en cuestión de ligue, claro, no en otro aspecto). No pasó ni un mes hasta que mi marca bajara a seis segundos.




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