Creo que le he hablado ya de Christian Abadid, my pal de toda la vida. Me gusta pronunciar su apellido porque su nombre es demasiado común. So, that fancy last name le aporta, al menos, algo de distinción. Es el nombre de un personaje de novela romántica, diría yo. Si las leyera, of course.
No se podría decir que competíamos. Porque, en el estricto sentido del término, esa sola operación hubiera sido imposible. El gringo del grupo era yo; por tanto, cualquier batalla que hubiera pretendido entablar conmigo la habría perdido de antemano. Creo que no queda más que decir.
Christian Abadid jugaba el papel de algo así como mi primer oficial. Nunca he sido tan ingenuo como para pretender que él estuviera en paz con ese lugar en la jerarquía. Pero tampoco lo oí quejarse.
Era más alto que yo y mucho más estilizado. Cuando nos encontrábamos juntos en una misma habitación, habría sido difícil no rivalizar en nuestro, ¿cómo decirlo para no comprometer mi manhoodness?, lugar en la pirámide social. Además, poseía ese encanto brit heredado de su abuelo materno, un lord rural de campiña inglesa más bien random.
Me salvó una noche en que me acerqué un tanto depre a la barra del Bleu. Usualmente evitaba pegarme los tragos para no salirme de mi papel de hottie on the rocks, pero en ese momento no me hallaba en mis mejores días. Me encontraba aburrido y sin tener idea de qué ordenar. ¿Qué tomaría un tipo como yo? Tenía menos pinta de James Bond que de un Clark Kent que se había sacado la lotería, comprado un traje caro y operado de la vista. Es lo que dice mi esposa, que me parezco a él en esas circunstancias. ¿Usted qué cree?
En fin, me preguntaba: ¿qué pediría para tomar un Clark Kent aburguesado?, cuando se me acercó esta mujer, de unos cincuenta y tantos, pero muy bien llevados, y me preguntó cuánto. Demostré mi total falta de ruedo al darle a entender que no sabía de qué me hablaba.
No se trata de que me no halagase el que me considerara un prostituto. Del tipo guapo –y joven–, se entiende. Yo pertenecía a la primera categoría, pero no a la segunda, al menos, no desde mi enfoque. Ella, mayor que yo, por supuesto, mantenía otra opinión. Hasta entonces no había considerado aproximarme a ese target de mujeres. Créame, doctora, que mis perspectivas se ampliaron a partir de entonces.
Christian Abadid cayó del cielo para interceptar a la dama. Con seguridad se conocían. Para cuando la despachó, yo ya había inferido lo peor. Me pidió que no le juzgara, que ya no andaba en esos pasos, pero que hubo un tiempo en que había tocado fondo y no le había quedado de otra. No lo dudé ni por un segundo, dada su afición ocasional a las drogas duras, y que parecía haberse exacerbado con los años. Ahora se mantenía limpio, decía. Limpio y encaminado de nuevo, aunque con un divorcio a cuestas, una hija y muchas deudas.
Usted comprenderá que mi instinto de supervivencia no se encontraba demasiado afilado por entonces, lo que me llevó a considerar la amistad renovada de mi pal como una señal divina para tomar otros rumbos más… inquietantes.
Como no se trataba de la primera vez que me rescataba de la desgracia –de hecho, fue el primer amigo que me adoptó en el kindergarden cuando yo no hablaba ni una pizca de español mientras que él ya era bilingüe–, pensé que sería una buena idea prestarle dinero para que saliera de algunos apuros menores, mientras me acompañase en mi anticlimático hero’s journey por la escena nocturna capitalina.
Se veía unos años más golpeado que yo, pero no los suficientes como para haber perdido su toque con las chicas. Junto a él, mi marca llegó a su puntaje perfecto: cero segundos. Siempre hacía falta la mano de un amigo extrovertido para quebrar el hielo que llevara a las mujeres directo a la senda de Jordan. Por mi parte, yo seguía batallando con ese papel mío de inalcanzable, que parecía habérseme pegado a la piel de forma irreversible.
Le diré que Christian Abadid llevó mis andanzas al siguiente nivel, algo que no me sorprendió en absoluto. Habíamos acordado incursionar sobrios, para conservar las energías, en caso de que se necesitaran. Y en caso de que se hicieran obligatorios los reflejos para huir de alguna situación poco favorable, que no faltó, doctora.
Conducía ese Mercedes 350 SL del 78, herencia de su padre, de esos que no sabes muy bien si son clásicos o ya, de plano, viejos. Supongo que, para algún distraído, no se habría notado la diferencia. Pero no para mí. Mi pal necesitaba que alguien lo salvase de sí mismo. ¿Adivine usted quién se apuntó para la operación de rescate?
Pronto me vi pagando sus cuentas atrasadas en cada pub, bar, disco y hasta club que visité en su compañía. No digamos mis propias cuentas recurrentes. Salvar a Christian me resultaba prohibitivo –no se diga salir con él–, pero no tenía ningún proyecto social a mano para dedicar mi atención, así que me convencí de que todo estaba bien.
Hasta que llegaron los estados de cuenta de mis tarjetas de crédito. En tres meses, había triplicado mis gastos: mesas para cuatro, para cinco, para seis. Consumos especiales, derechos de descorche de los que ni siquiera me acordaba, gasolina que pudo haber pagado una vuelta entera a Sudamérica, tickets de vuelo, hoteles boutique y hasta uno que otro motel de lujo.
No podía evitar formularme una pregunta recurrente: ¿Qué pensaría mi Brendy sobre esto?