Instrucciones para restablecer el Destino

34 | El fin de la agonía (parte I)

¿Usted cree en el Destino, doctora? Es una pregunta retórica, no necesita responderla. Yo tampoco debería, a estas alturas. Yo lo llamo Destino, a falta de una more accurate word. A veces me cuesta trabajo, incluso luego de todos estos años, encontrar alguna palabra exacta en español que me permita expresar mis ideas con propiedad.

En algún momento tendré que hablarle de esa noche y de ese día, y creo que el momento ha llegado. Soy bastante mojigato, en eso me parezco mucho a la gente de La Capital, es un rasgo común que tienen ellos con los gringos. A menudo, yo me refiero a ellos como nosotros. He vivido demasiado tiempo aquí como para pretender que no pertenezco.

Hace rato que soy uno de ellos. Uno de nosotros, pues.

Obligarme a no ver más a Brendy no fue tan difícil como me imaginaba. He dicho. La verdad es que ya me había acostumbrado durante tantos años a no saber nada de ella, que no fue novedad regresar a lo de siempre. Creí que me iba a costar mucho más. Pues bien, me equivoqué, tal como es mi costumbre.

Eso no significa, por supuesto, que las mujeres que cruzaron por mi vida durante ese período reemplazaron su recuerdo, o siquiera el deseo que sentía por ella. Ahí es cuando miento otra vez y usted me descubre. De nuevo sí, doctora. Sí lo hicieron.

Digo, si hasta Christian Abadid me provocó una… eso, pues, qué le puedo decir de las chicas. Así me iba, por esa época. Necesitaba descargarme, llevaba demasiado tiempo reprimiendo mi deseo sexual o, al menos, redirigiéndolo hacia mi propia persona. No me haga decirlo en voz alta, ¿quiere?

¿Ha tenido usted, alguna vez, una muy buena racha sexual y, al mismo tiempo, se ha sentido miserable? De nuevo me meto en lo que no me importa. Es libre de ignorarme, si quiere. Bien, eso fue lo que me pasó a mí. A nosotros, creo. Me parece que Christian sufría en silencio también, a su manera. No por mí, no. Por su exesposa, I guess. Nosotros no hablábamos de nuestros sentimientos. Nunca lo hacemos. Pero me gustaría creer que él era tan infeliz como yo mientras, bueno, mientras magreábamos a quien se dejó.

Y no hubo quien no lo permitiera. Trust me.

No era vacío lo que sentía después de cada encuentro. Eso implicaría caer en un lugar común. Era lo contrario: hartazgo. Un sostenido y perenne empacho de sensaciones totalmente prescindibles, pero, al mismo tiempo, obligatorias.

No le diré ya que, en los días de asueto, volvía de vez en cuando a Ludmila Lukova como una especie de tragicomic relief a mi situación. Y, mientras ocurría todo esto me preguntaba siempre: ¿qué pensaría Brendy si me viera así?

¿Cómo estará ella?, ¿se habrá tomado también sus recreos al estilo 120 jornadas de Sodoma? No way, ella no es como yo.

Ella no-es-yo.

Había algo más. Una amenaza latente. Que las amigas de Brenda me hubieran visto en plena faena. Cuando decidí entregarme como ofrenda carnal a la vida nocturna de la middle-class capitalina, ni siquiera se me pasó por la cabeza aquella posibilidad. Hablo de que me vieran y le soltasen el chisme. Oh, Gosh, si hasta creo que me tiré a una o dos de ellas, fuck!, no me acuerdo muy bien. Es que todas se parecen.

El hecho de que prefiera a mujeres que se encuentran muy por debajo de mis posibilidades merece una sesión exclusiva para tratar el tema. Pero lo dejo anotado, para que no se le olvide, y para retomarlo, en algún momento.

Con seguridad, Brendy estaría ocupada en sus asuntos: cuidar de Nathito y… todo lo demás. Doctora, no sabía de qué trataban los asuntos de Brenda. Creo que sí me los dijo, pero estaba tan ocupado imaginándola desnuda que no supe ponerle atención. Tuve bien merecido que me bateara. Fuck, ¡qué ironía!

Ahora sí sé de qué van sus intereses. No crea que soy tan imbécil.

Bueno, más o menos.

Sería probable que Brenda se dedicara a sus estudios, a mantener la casa, a salir con sus amigas al centro comercial o a la inauguración de alguna exposición artística. Quién sabe. Pero, con seguridad no andaba de turista por los recovecos nocturnos de la alta burguesía. Así, digamos, como para que no la descubriera.

No, doctora. Ella no acostumbraba a ese tipo de… prácticas. Creí, incluso, y por un buen tiempo, que Brendita era asexual. O, al menos, demisexual. Sí, existe esa clasificación. Es nueva, pero vale la pena que le eche un ojo.

En suma, los hombres inseguros como yo nos convencemos de esas fantasías de pureza de la mujer amada para poder lidiar con nuestras propias mierdas.

Y todo lo que ocurrió después, ocurrió, en parte, por no haber puesto suficiente atención. En buena hora, hasta mis equivocaciones monumentales acaban por resultar no tan catastróficas. ¿Sabe? Tengo sentimientos encontrados en torno a ese, ¿cómo decirlo?, episodio de nuestras vidas.

Por un lado, considero que nos fue okay. No, no puedo dejar de mentir, right? Fue una experiencia é-p-i-c-a. No habría otra palabra para describirla mejor en inglés, y eso ya es mucho decir, si viene de una persona como yo.

Pero, por otra parte, una buena porción de lo que quedaba de mi dignidad se extravió en aquel evento. Para nunca más volver.




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