Durante el tiempo en que creí ser una mujer indestructible, o en la época en que mi ego se encontraba más saludable, preferí siempre el chocolate muy caliente y los hombres muy hermosos. Supongo que esos alcances los obtuve cuando un tipo como Jordan se dignó en posar su mirada sobre mí.
Pronto tuve que bajar el listón porque me di cuenta de que mi romance con mi primer novio había sido tan solo un paréntesis en mi más bien mediocre récord amoroso, integrado por hombres que nunca llegaron, ni de lejos, a igualar el ilusorio estándar que me había impuesto.
Sin embargo, todavía me considero una mujer muy visual, casi tanto como un hombre cualquiera. A mis colegas del género femenino les cautiva una buena conversación, una pose trágica de poeta maldito o, ya si nos sinceramos, una abultada billetera. A mí me seduce una cara bonita. Desde que era niña, vaya.
Sé que no soy la única, pero entre mujeres esta característica no aparece como digna de aprecio. Ante los ojos de los demás, paso por frívola, y me importa poco, porque eso soy. No me sonroja decir que la única razón por la que sigo enamorada de Jordan radica en que se conserva como la escultura de mármol que es. Y que ha sido desde siempre.
Y sé que, al paso que va, acabará por evolucionar en un abuelito atractivo, al estilo de Sean Connery, por ejemplo. De modo que desenamorarme de él nunca ha estado entre mis planes.
Claro que su posición social colabora, pero, si no tuviera tanto dinero, entiendo que igual moriría por él. Así las cosas, es necesario aclarar que mi marido funge como una excepción, una anomalía en el mar de hombres que habitan este mundo, la mayoría de los que se encuentran muy por debajo de la escala de lo regularcito.
Eso no significa, por supuesto, que no haya tenido la oportunidad de poseer –y ser poseída– por una cantidad respetable de caballeros que pasaron por mi vida mientras Jay jugaba al american dad. Con algunos de ellos me escribo hasta ahora. Bueno, son ellos quienes me escriben, no porque yo no quiera, sino porque no puedo. La timidez me lo impide.
Alexis es uno de ellos. Somos amigos –yo diría que con derechos–, desde el 2004, aproximadamente. Tiene la sana costumbre de llamarme en mi cumpleaños para felicitarme y para insinuarme que visite su departamento. He aceptado en la medida en que mi disposición lo ha permitido; esto es, casi siempre.
Para mi desgracia, una vez que Jordan se fue de mi departamento para no volver, en 2015, mi cumpleaños ya había pasado, por lo que esperar una llamada de Alexis no parecía ser una opción. Luego de aceptar que lo mío con Jay no iba para ningún lado, lloré lo que tenía que llorar y a continuación me dispuse a vivir, como siempre, al amparo del anonimato de mis intermitentes amantes, de cuya existencia mantuve a Nathaniel al margen –y viceversa–, mientras se pudo.
Bastó con dar like a alguna de sus publicaciones en Facebook, para que Alexis me mandara un mensaje privado. La buena conversación y las letras eran su fuerte –en nuestra juventud me había prestado, y regalado, varios libros que se convirtieron en mis favoritos–, asimismo, se le daban bien otros menesteres. No lo considero un hombre guapo, pero en mi época de universidad, me las di de sapiosexual, de modo que el hecho de que me llegara a gustar en serio no fue para mí ningún problema.
Escritor devenido empresario, me llevaba a lugares tan o más interesantes que los que Jordan acostumbraba. Salíamos los jueves, y nos gustaba calentar motores, incluso por meses, antes de terminar en la cama. Creo que ninguno de los dos teníamos apuro alguno de hacerlo, porque sabíamos que, luego de aquello, las cosas entre los dos tendían a complicarse. Además, parecíamos expertos en posponer placeres inmediatos bajo la promesa de un beneficio mayor a largo plazo. Ese era nuestro juego, y lo ejecutábamos a la perfección.
Cuando Gabriela, nuestra amiga comunicadora y colega en común, nos invitó a su casa, supimos ambos, sin decírnoslo siquiera, en qué iba a acabar todo aquello. Yo necesito que se me haga saber con anticipación el día en el que voy a hacer el amor, ¿saben? Preparar un cuerpo femenino para el sexo no resulta tan improvisado como parece en realidad. Piel bien humectada, depilación parcial o total, elección adecuada de lencería, cálculo de la fecha del encuentro para prevenir posibles accidentes biológicos, entre otros. La belleza toma tiempo, la sensualidad implica todo un ritual previo.
No podré mentir al respecto. Me habría gustado prepararme así para Jordan. Como cuando era una jovencita. A decir verdad, en esa época no me hallaba tan consciente de aquello; mi belleza lucía, por entonces, menos trabajada y más salvaje, y a él no pareció nunca molestarle. Por años me torturé al pensar que quizás ese fue el problema, que por ello me cambió tan fácilmente con la primera mujer que se le cruzó. Eso desató en mí una inseguridad por mi cuerpo de la que no había tomado, hasta entonces, mucha conciencia. Pero que estuvo latente, en especial desde que vi desnudo a Jordan por primera vez, y caí en cuenta de que él sí que se preocupaba por mantener su físico en estado óptimo, y que poco había de improvisado en su proverbial belleza.
Así las cosas, tuve que conformarme con Alexis. Hacía más de un año que, por esperar a curarme de mi pequeño problema con el hombre de mi vida, no había probado nada de nada, y ya iba siendo hora de sacudir el tapete. Había dejado parqueados a mis tinieblos lo suficiente, y mantenerlos en estado de animación suspendida por tiempo indefinido no se trataba de un lujo que una mujer como yo se podía procurar.