Alexis me esperaba adentro. Alexis también tiene sus mañas. No se trata de un hombre efusivo, y mantiene la distancia para no parecer desesperado. Supongo que nunca lo está. Él sí fuma, desde que lo conozco. Había olvidado que en calzado alto me veo más espigada que él, aunque, en realidad, seamos del mismo tamaño. A Alexis le gustan las grandotas, me lo ha dicho. ¿Yo? Feliz.
Lo cierto es que, luego de ver a Jordan no me quedó ningún deseo de interactuar con Alexis. Pero había ido allí por él, así que se hacía necesario esforzarse. Ya no pintaba como la jovencita caprichosa a quien él solía bancar sus inconstancias con algún estoicismo. Me había comprometido a pasar la noche con él –de forma tácita, claro, porque de eso nunca hablábamos, hasta unos segundos antes–, y necesitaba cumplirle.
Pero había perdido toda disposición para ello.
Jordan entró con su grupo a la casa y tomamos asiento en una de las amplias salas de estar.
–¿Dónde están los tragos? –dijo él, como para sí mismo, pero en voz alta para que todos lo oyeran–. I need to get wasted tonight.
Bien, eso era nuevo. Pero supuse que tenía sentido, porque no vi su Range Rover estacionado por ninguna parte. Tal vez su plan consistía en quedarse a dormir en lo de Gabriela, lo que no dejó de inquietarme, o pedir aventón a un amigo. No debía importarme, pero me importaba. En tres meses había pasado de ser un hombre fitness a un bebedor y fumador social.
Pero necesitaba concentrarme. Yo llegué ahí por Alexis, no por Jordan. Ni siquiera por Gabriela, vaya. Acepté de él una copa de vino. Él sabía que, sin trago de por medio, para mí se hacía bastante difícil relajarme. De hecho, nuestra relación entera se había basado en la mediación del vino. Como la mayoría de mi vida sexual, de hecho.
Siempre he pensado que, si yo fuera hombre, habría muerto virgen, sin duda. Se necesita valor para invitar a una mujer a salir. Y a una mujer como yo, tan reacia al contacto humano, habría que añadir ingentes dosis de paciencia y estrategia. Le daba crédito a Alexis, pues. Se lo había ganado. Mi noche sería su noche, estaba decidido. ¿Y Jordan? ¡Que se joda!
¡Ash! ni yo me creía lo que acababa de pensar.
Jay bebía lo que después me enteré que se trataba de double vodkas, como él los llama, alternados con cerveza artesanal de la fábrica de Alexis (claro que, por entonces, Jordan desconocía este dato). Dejó de hacerlo en cuanto se enteró de su procedencia, pero no renunció al trago de verdad.
Debo decir, no sin vergüenza, que no me acuerdo de mi conversación con Alexis. Dejé de ponerle atención, si es que en algún momento de esa velada lo hice, en cuanto Jordan comenzó a ejecutar acciones que se escapaban rotundamente de su guion habitual: cantar a voz en cuello, tanto en inglés como en español, y hasta bailar, cosa que solo había visto una vez en toda mi vida: cuando lo hizo conmigo, allá por 1997.
Para entonces, y sin darme cuenta siquiera, Alexis había deslizado las suficientes cantidades de vino en mi copa (unas dos o tres veces, a lo sumo), como para que yo me encontrase ya en otro nivel de consciencia. Lo supe cuando tuve que ir al baño a orinar, mientras me tanteaba los cachetes amortiguados por el efecto aletargante del licor. No había sentido nada similar desde los veintisiete años. Esa época de mi vida fue un tanto oscura, se los adelanto.
Cuando salí del baño se encontraba él, esperando turno, supuse. Era Jordan, no Alexis. Interpuso su metro ochenta y cinco entre el dintel de la puerta y el pasillo.
–¿Quién es ese enano de mierda? –me dijo, en un tono de voz aletargado, como en cámara lenta–. Digo, si se puede saber.
–Es un amigo –le contesté–. Pero no te debo explicaciones, ¿cierto?
–Él sí te puede tocar, ¿no?
–Solo si yo le dejo.
Jordan se acercó a mí como no lo había hecho desde la primera vez que le entregué a Nathito en brazos, cuando solo tenía un año, para su primera visita tutorada. Puso su rostro apenas sobre el mío. Aspiré su aliento tibio a tabaco y licor, aderezado con chicle de menta, y debo decir que, esta vez, mi cuerpo no reaccionó como cuando permanecía sobria; al contrario, emitió una señal que, hasta entonces, me había resultado muy lejana en el tiempo: alerta de tsunami.
Si saben a lo que me refiero.
–No puedo creer que me hayas bateado por ese hijuepucta –me dijo, haciendo énfasis en la última palabra y sin quitarme sus ojos de encima. Me vi obligada a bajar la mirada por su intensidad, y por la verdad que sus palabras contenían–. Me decepcionas, Brendita. En serio, me decepcionas.
Se rio despacio con saña contenida, mientras que yo, intimidada por su inusitada chulería de mal borracho, intentaba salir del baño por algún espacio vacío que su cuerpo no había copado. Al final, me dio paso, sin quitarme la vista y no sin antes llegar a rozar mi cadera con su ingle. Haya sido una acción intencional o no, ese fue el inicio de todo.
De mi cura, que se entienda.
Salí disparada hacia alguno de los patios andaluces de aquella casa laberíntica. Mi plan consistía en que el fresco de las seis de la tarde me haría volver a mis cabales. No contaba conque el viento también posee la propiedad de exacerbar la borrachera. Respiré como pude, mientras intentaba detener el sudor de las palmas de mis manos, de mis axilas, la taquicardia y otras humedades que se escapaban, frenéticas, desde cierta cavidad.