Jordan y yo necesitábamos salir de casa de Gaby con urgencia. Nuestra honra se encontraba en juego. Lo llevaría a su departamento, lo dejaría bien arropado y me iría de ahí. O tal vez no, tal vez me invitaría a dormir a su lado o, mejor aún, me recostaría a su costado sin autorización alguna, quién sabe. Inventaría algún pretexto a Nathaniel para que no se preocupase y ya. De todas formas, soy su madre, no tenía por qué darle explicaciones. Tampoco implicaba maquinar algo tan elaborado.
No contaba con que Jay se hallaba muy activo aquella noche.
–I fucking love you, babe –me dijo, apenas se recuperó del llanto–. I’m not gonna leave you tonight.
Se levantó casi sin tambalearse e ingresó de nuevo a la casa para confiscar unas cervezas –no artesanales, por supuesto–, directo del refrigerador. Unas que él mismo había traído.
–Nos vamos de aquí, nena –me dijo–. Hoy no dormimos.
Me sacó de la mano por la puerta de atrás hacia el estacionamiento. Un pitido se escuchó apenas, para indicar que la alarma del auto se había desactivado. Era ese auto, un Maserati Alfieri que, según me dijo Jay, había comprado a manera de consuelo por mi abandono.
–He visto tu auto varias veces por mi barrio –disparé, sin anestesia–. ¿Me estabas espiando?
–No sé de qué me hablas.
Sí, cómo no.
–Estás borracho, Jordan, no puedes manejar así –intenté quitarle las llaves, sin éxito.
–¿Quién dice? –me abrió la puerta del copiloto y prácticamente me empujó hasta acomodarme. Yo apenas si podía pararme. Recuerdo que fue él quien me abrochó el cinturón de seguridad, antes de cerrar la puerta.
Jay también entró al auto.
–Nos vamos a matar –le dije–. O a matar a alguien.
–Tengo inmunidad diplomática. ¡Puedo hacer lo que me dé la gana! –gritó, mientras sacaba medio cuerpo desde la ventanilla. Yo lo agarré para que se sentara.
–¡Eso es abuso de poder! –le dije, medio en serio, medio en broma.
–Y, ¿qué querías?, soy un Harvard boy.
–¡Jordan! –oí gritar, a lo lejos, a una voz femenina. Era Gaby. Se acercó hasta la ventanilla del piloto. Jordan la vio como si fuera la primera vez que la contemplase.
–Hey, Gaby, what’s up? –Jay estaba tan borracho que apenas si podía hablar. Yo contemplaba la escena como si estuviese muy lejos. Esa era mi impresión.
–Si te vas, te juro que no te volveré a ver nunca más.
–¿Cómo es eso? –dije, un tanto desorientada.
Jordan no pareció preocuparle la amenaza.
–Se lo contaré todo –dijo Gaby, mientras me señalaba.
–Bye, Gaby –Jordan le hizo un gesto de despedida con la mano–. Take care.
Arrancó el auto, chocó apenas con el de atrás y logró salir por los pelos.
–Fuck!
–¿A dónde vamos? –pregunté. Para entonces, ya estaba bastante mareada. Pero recuerdo bien lo que respondió.
–A un lugar en donde puedas gritar a tus anchas.
Ese lugar prometía, sin duda.
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No recuerdo muy bien cómo llegamos a aquel sitio. Solo conservo recuerdos intermitentes de calles vacías y algo de neblina. Debió ser de madrugada, entonces. Me acuerdo de una puerta eléctrica que se abría y se cerraba, a Jordan sacándome del auto cargada, mientras que yo me resistía porque tenía miedo de que me dejara caer al subir las escaleras.
El lugar me parecía familiar. Ya había estado ahí antes, y más de una vez. Tal vez no en la misma habitación, pero, vamos, todas se parecen. Eso sí, siempre tenía que hacerme la que no conocía nada de esos sitios. Así que actué como una neófita, como siempre.
No se me da nada bien describir lo que ocurrió ahí. Tampoco es el propósito de esta historia y, además, debo calcular que el tiempo se suspendió por un momento del que no tengo plena consciencia. Tal vez quienes han tenido que esperar años para concretar un encuentro sexual ya no deseado, sino anhelado durante mucho tiempo, podrían ser las únicas personas que entenderían lo que ocurrió ahí dentro. Y por cuánto tiempo. A Jordan, la madurez le había hecho tremendo favor, había multiplicado su belleza, su experticia y su atractivo. Y creo que yo no lo hice nada mal, tampoco.
Solo sé que esa noche me recuperé de mis heridas, y que nuevas heridas se abrieron. Sé que él plantó dentro de mí nuevas semillas, de amor y de odio a partes iguales. Y que ya no me volvería a ver como la niña que me había considerado todo este tiempo. Sé que descansamos poco, en la medida en la que mi cuerpo me lo permitió, hasta que acabó colapsando, producto de la intoxicación del vino. Sé que nunca seríamos los mismos, a partir de entonces, y sé que lo amé más que nunca, recuperada como estaba, aunque de forma intermitente, de mis complejos.
Supe que llegamos a otro nivel de intimidad cuando, luego de descansar por enésima vez de nuestra última batalla librada, pude decirle, al fin: