Instrucciones para restablecer el Destino

41 | El tercer hito

Si el embajador no me desheredó porque le quité a su esposa, y tampoco por el matrimonio secreto con Madelyn –pese a que había una cláusula en su testamento que así lo disponía–, ¿quién era yo para despojar a Nath de su herencia? No, doctora, algo así no se me habría pasado por la cabeza. Eso habría supuesto mi sentencia de muerte sentimental dictada por Brenda. Ni después de muerto me habría atrevido a hacerlo, vaya. Yo estaba en deuda con ese chico.

De nuevo hablo en pasado. No sé por qué.

Sí, sí. Entiendo lo de la violencia patrimonial. I’m not an illiterate. Y comprendo a la perfección mi posición de poder. He construido la imagen tipo que soy a partir de eso. Pero un hombre debe valerse de las armas de las que dispone para ganarse el respeto. Es una cuestión de masculinidad y, no offense, es algo que se encuentra fuera de su campo de experiencia.

¿Le parece aceptable tener que esconderme de mi propio hijo para poder acceder a su madre? I say, si él utilizaba sus privilegios de sangre para desafiar mi posición, ¿por qué no utilizar mi ventaja económica para ponerlo en cintura? Gozaba de todo mi derecho, y no tengo por qué justificarme al respecto.

Fin de la conversación.

Pero, ¿cómo no ponerme a la defensiva con usted? ¿No se supone que no debe juzgarme?, ¿acaso ha tomado partido por alguno de los tres? Me gustaría saberlo, porque no tengo por qué financiar a mis enemigos.

Okay, okay. Me tranquilizo.

Como usted verá, se trata de un tema que me pone de los nervios. Tenía plena seguridad de que, luego de la rehabilitación de Brendy, por así decirlo, todo lo demás parecería a piece of cake. Obviamente, me equivocaba. Recién, a partir de ahí, empezaría lo bueno.

Esta última frase no fue, en absoluto, afortunada.

Si no hubiera sido por Nath, con seguridad aquella se hubiera convertido en la etapa más excitante de nuestras vidas. Pero ese chico lo ensombrecía todo, metido como él solo en su papel de white savior de cara a su propia madre.

Desconocía que un síndrome como aquel podía heredarse.

Por culpa de ese muchacho, fui degradado a la categoría de amante ocasional de la mujer que amo; de tinieblo, como me llamó Brenda, alguna vez. Fuck!, ¡palabreja de mierda! Dentro de la misma calaña que ese tal Alexis, por ejemplo, o como los demás. Y yo no soy el tinieblo de nadie, doctora. El resto, por otro lado, sí.

Así, sin distinción de género.

Ahora resultaba que, ya no únicamente contaba con tarjeta amarilla en la vida de mi proto familia, sino que, ahora, necesitaría ganarme hasta la titularidad. Y adivine usted a quién me correspondería impresionar. Pues al señorito-herida-de-abandono en persona.

Amputarme el brazo con una navaja de mano habría sido más sencillo. Al menos, habría estado investido de dignidad.

Sé que no tengo derecho de reclamarle nada, y sé, también, que la ira de Nathaniel es ¿cómo la llama usted?, ah, legítima. Si lo analizamos de esa forma, hasta sonaría heroico. Pero, me es inevitable pensar que lo de Nath implicaba indagar en otras capas que no se podían distinguir a primera vista, ni traducir como un simple trauma de la infancia.

No, lo de mi hijo era maldad pura, doctora.

A veces creo que, cuando aquella vez me dijo que me mataría si me atrevía a hacer llorar a su madre, hablaba en serio, that creepy boy.

Es necesario que sepa que nunca me desentendí de él, ¿sabe? De ninguna forma posible. Su saña hacia mí se encontraba por entonces, ya no digamos que infundada, porque nunca lo fue; pero sí, por lo menos, desbordada en relación a la magnitud de sus problemas personales conmigo.

Gracias a él, me vi obligado a arrastrar a Brendita a lugares que, de otra manera, ni en pesadillas –ni siquiera en aquellas en las que me quedaba pobre– me habría visto obligado a poner un pie.

Disponíamos de tan solo dos horas al día, entre mi hora de almuerzo y el arribo de Nath. Una vez que mi hijo cruzaba la puerta de mi departamento, no tenía ninguna posibilidad de acercarme a ella. De modo que teníamos que arreglárnoslas en hoteluchos cercanos de poca monta, para poder cogérmela como Dios manda –sorry por la expresión–, sin que a mi primogénito le generase ningún psychological distress.

Brendita no me quería en casa, le daba pánico. Aún así, más de una vez me colé en el departamento para poder, al menos, you know what I’m talking about. A veces no disponíamos de ese par horas, pero aun así necesitaba verla, tocarla, olerla, degustarla. Oh, Gosh, cómo temblaba la pobrecita, de cara siempre hacia la puerta, mientras rogaba con la mirada que Nathaniel no se presentara de repente.

Yo no tenía idea de las circunstancias en las que esos dos se entendían en mi ausencia. Y tampoco comprendía por qué mi Brendy le tenía tanto miedo. Ella intentaba convencerme de que no se trataba de miedo, sino de vergüenza. ¿Vergüenza de qué?, ¿cómo pensaría Nathaniel que fue concebido? By the power of the Holy Spirit? For God’s sake!

You know what, doc.? Una parte bastante retorcida de mí anhelaba que el mocoso nos atrapara infraganti, para que se jodiera la psique, de una vez por todas, y comprendiera que, sin importar cuántos berrinches se propusiera emprender, yo no albergaba ninguna intención de dejar a su mamá.




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