Instrucciones para restablecer el Destino

42 | Problemas de autoestima

Creo que nunca he dado a conocer sobre lo conservadora que es mi familia: a mis padres apenas si los he visto tomados de la mano alguna vez. Ni hablar de un beso en la boca, que yo recuerde. Y, en cuanto a la intimidad, menos. En lo que a mí respecta, mis padres nos concibieron por generación espontánea. Bajo esos antecedentes, se hacía difícil participar a Nathaniel sobre la relación incipiente entre Jordan y yo, que se comenzó a fraguar la misma noche en la que treinta y seis llamadas perdidas suyas hicieron creer a mi hijo que había sido víctima de algún accidente, o peor aún, de una muerte violenta.

Cuando llegamos al departamento, en la mañana y tras salir del motel, no sé muy bien a qué hora, mis rodillas apenas si podían sostener mi cuerpo. Me encontraba tan deshidratada por efectos de la intoxicación y debilitada por la falta de alimento y el agotamiento físico, que Jordan tuvo que cargarme hasta el ascensor, y ayudarme a llegar hasta la puerta del apartamento.

No sabría decir qué me preocupaba más: que Nathaniel me viera en ese estado, y en los brazos de Jordan, o que se me viera la empanada, porque traía falda, pero no panty. Bien, creo, sin temor a equivocarme, que ambas fueron preocupaciones legítimas en su momento.

–¿Dónde carajos estabas, ma? –Nathaniel se me adelantó abriendo la puerta él primero, despeinado y en pijama, mientras yo intentaba, en vano, introducir la llave en la cerradura– What the fuck, dad?

Watch your tongue, man! –respondió Jordan, mientras me metía a la fuerza al departamento, sin soltarme. Yo me agarraba la falda como podía, no quería pasar aún más vergüenzas–. Hazte a un lado.

–Lo siento, hijito, le respondí yo, mientras me alejaba de la puerta de entrada –se me pasó llamarte. Sorry.

–¿Le diste de tomar? –preguntó Nathaniel a Jordan, enfurecido, a tiempo que azotaba la puerta.

–Pregúntale a tu mamá quién le hizo ese favor –dijo él–. Don’t ask me.

Nathaniel me clavó la mirada.

–Se me fue la mano, hijo –respondí, mirando hacia otro lado–. Le pasa a cualquiera.

Jordan se aproximó, conmigo a cuestas, hacia mi habitación. Supongo que tenía planeado hacerme compañía. Nathaniel se le adelantó e interpuso su cuerpo en la entrada.

–¿A dónde crees que vas? –preguntó el hijo a su padre, mientras le hacía frente.

Goddamed, Nath! Step aside! –vociferó Jordan, mientras empujaba a Nathaniel para entrar al cuarto conmigo en brazos y dejarme depositada en la cama.

Mientras, a mí se me partía la cabeza del dolor.

Jordan salió de la habitación, no sin antes pedirme que lo esperara, y Nathaniel lo siguió. Cerraron la puerta con ímpetu y pude escuchar que discutían. Yo me arrastré entre el edredón para meterme dentro de las cobijas. Oía que levantaban la voz, a lo lejos, pero en inglés. No me molesté en prestar atención. La jaqueca pudo más. Me enterré entre las almohadas para aminorar el ruido en la medida de lo posible y evitar la luz de la mañana. Pero fue imposible, las voces subieron de tono. Parecía que esos dos iban a terminar a golpes. Me vi forzada a salir para apaciguar los ánimos.

–¡Ya basta ustedes dos! –les grité, mientras me tapaba los oídos con las manos–. Me van a matar.

–¡No quiero que se quede, mamá! –respondió Nathaniel, visiblemente alterado.

This is my property, damn it! –Jordan gritaba a Nath.

A mí se me salían las lágrimas. Era oficial, ese par no se soportaban. Al paso que iban, no lo harían nunca. Tendría que vivir con eso, para siempre. Solo quienes han vivido algo así podrán entender el sentimiento de desolación que una familia descalabrada acarrea a quien está en el medio.

–¡Silencio! –lloré–. Este es el departamento de tu papá, Nathaniel. Se quedará si lo desea.

Nathaniel me vio como si le hubiera echado alguna especie de maldición gitana.

–Pues, algún rato, te tocará escoger, ma –dijo Nathaniel.

Oh, shut up, Nathaniel! –respondió Jordan, fastidiado.

 Nath fulminó a Jordan con los ojos y se metió a su cuarto, sin decir ni media palabra.

Jordan me abrazó y nos dirigimos a la habitación. Esa fue la última vez, en mucho tiempo, que mi ahora esposo permaneció conmigo en relativa paz, en ese departamento y en aquella recámara. Lo que sucedió después, no se parece en nada al sosiego.

 

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Jay no se quedó a dormir conmigo esa noche. Se retiró a su penthouse para dejarme dormir. No hablé con Nath hasta el siguiente día. Apenas si estaba dispuesto a dirigirme la palabra.

–No sabía que seguían viéndose –me dijo Nathaniel, en el desayuno.

–Fue una casualidad, hijo –respondí–. No una cita.

No entiendo por qué me veía forzada a darle explicaciones. Se trataba, para mí, de una obligación para con él. No sabré justificar por qué.

–Entonces, no volverá a pasar, ¿verdad?

Lo miré con cara de ¿y qué crees tú? Y me quedé en silencio.




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