Instrucciones para restablecer el Destino

43 | Una propuesta decente

No me enorgullece en absoluto ocultar información a mi hijo. Lo he hecho en el pasado, sí, pero he tenido mis motivos. Siempre justificados, que se entienda. Esta vez es igual. No había manera de que Jordan se incorporase a mi vida de nuevo. Existían demasiados impedimentos, Nathaniel era uno de ellos, quizás el principal.

Quizás el único que importaba en realidad.

A diferencia de Jordan, yo pertenezco al equipo del sí fácil. Se me convence rápido, si mi interlocutor conoce mis maneras, si sabe por dónde entrar. Y Jordan lo sabía, lo ha sabido desde siempre. Fue una cuestión de coser y cantar, como dice él. Caí en sus brazos más redondita que la primera vez, si se quiere. De cualquier forma, tras un año de impedimento psicológico y físico, la hora de la retaliación había llegado.

Iría a donde él quisiera, sin reparos. Es necesario que se sepa que no me enorgullezco de esta declaración. Pero no escribo esto para quedar bien con ustedes. Nunca ha sido ese el propósito. Se trata solo de narrar los hechos, desde mi perspectiva, para que se comprenda mi motivación.

Decía que con él iría hasta el infierno, y es exactamente lo que ocurría. Pero se trataba de un infierno de los sentidos, en donde no había más reglas que las de procurarnos placer mutuo e inmediato. Nuestros encuentros eran el paradigma del hedonismo, sin más objetivos que la descarga inmediata de dopamina. Hacerle el amor era como verlo por primera vez, pero en un bucle infinito: un disparo hormonal directo a la glándula pineal, cada vez, hasta que se convirtió en una adicción de la que ha sido difícil desengancharse.

¿A quién engaño? Ha sido imposible.

Ni siquiera me importaba la categoría del hostal en el que nos refundíamos. Me preocupaba que nadie nos viera, eso sí, por vergüenza propia y ajena. Pero se me olvidaba en el momento en el que Jay me quitaba la ropa, para volver con fuerza, luego, cuando me vestía.

Me interesaba Nathaniel, no me lo podía quitar de la cabeza hasta justo antes y justo después. Durante nuestro encuentro, nada importaba, salvo tocar a Jay, besarlo, zambullirme en su cuerpo; hasta salir, vacía, de cada encuentro. Se colaba en mi casa, que era su casa, cuando Nathaniel no se encontraba. Me satisfacía y yo a él; luego se iba. Ignoraba si almorzaba, o a qué hora. Hablábamos poco, a veces casi nada, lo necesario para entendernos, en la medida de lo posible, sin palabras. Un te amo, un ¿te gusta?, un no puedo más, un ya no me aguanto. Un debo irme.

Y pare de contar.

Cuando Nathaniel llegaba yo ya debía tener lista la comida, preparada y en su punto, para que no sospechara. Llegué a levantarme más temprano de lo usual, para adelantar la preparación del almuerzo. Nath, que no es ningún estúpido, tomó nota del cambio repentino de mi rutina. Soy un animal de costumbres, y no puedo engañar a nadie. Menos a mi hijo.

Nath ponía atención; esto es, preguntaba más de la cuenta.

–¿Qué vas a hacer hoy, mami?

–Ir al súper, ¿por?

–Te acompaño.

–¿De cuándo acá?

–Mmm… no sé, me dan ganas de acompañarte.

Mierda.

Obvio que sospechaba. Tuve que contárselo a Jordan.

So, what? –me decía.

Estaba claro que no teníamos las mismas preocupaciones inmediatas.

You know what, Brendy? I don’t give a shit.

Y, de inmediato, nos entregábamos a lo nuestro.

Así se me fue la vida. ¿Cuánto? Unos meses, un año, tal vez. Ya ni siquiera sabría decirlo con sinceridad. Cuando menos lo pensé, ya me había acostumbrado. Jordan era mi amante. Y me gustaba. Me divertían sus salidas de tono, la forma en la que abandonaba su papel de inalcanzable a la misma velocidad con la que se quitaba su trajecito Brioni y su corbata, para entregarse a mí, sin reservas, y para exigirme lo mismo de vuelta.

Cada vez un poco más.

Y me encantaba cómo regresaba, de nuevo, a su performance de diplomático, en cuanto atravesábamos la puerta de salida del hotelucho de mierda en el que nos revolcábamos los lunes y los miércoles, únicos espacios disponibles en su agenda. Los martes, por otro lado, se convirtieron en visitas furtivas al depar, porque Nath llegaba un poco tarde del colegio. Mientras que, los jueves y los viernes, si acaso, nos entregábamos una serie de sesiones se sexting tan impropias que me causa ansiedad tan solo pensar en ellas hasta el día de hoy.

Pero, hay aquello que se hace sin reservas en el nombre del amor. Y del sexo, vaya.

Ninguno de los dos parecía cansado, ninguno de los dos parecía estar disfrutando menos de la clandestinidad. Mi hermana Vero lo llamaba mi tinieblo; había escuchado ese término de las telenovelas colombianas. Jordan era mi tinieblo. El hombre más hermoso que jamás haya conocido era mi tinieblo, y no lo podía gritar a los cuatro vientos.

Yo a eso le llamaba karma.

De todas formas, la sola idea me resultaba sexy. Me había conformado, pues. La gente de los hostales no pedía explicaciones. La familia, el hijo, la gente, por otro lado, sí. Una aventura sin necesidad alguna de ser justificada. Ya había vivido antes algo similar. Con el resto de mis amantes. La clandestinidad, sin embargo, era de otra naturaleza. Más orgánica, diría yo. No tan forzada. Atravesada por otro tipo de vergüenzas, distintas entre sí.




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