Contraer matrimonio con Jordan. Suena hermoso, ¿verdad? Bien, pues no lo es. No en el sentido naif de la palabra, en primer lugar. No, porque llegar a consumarlo se trató, ya no de una humillación compartida, sino de dos –y pudo haber una más–, de no ser porque en la segunda pude ver a Jordan cabreado en serio por primera vez en mi vida.
Y, gracias a mí, no sería la única.
Mi marido no es una persona de perder los estribos, ¿saben? Aquí la insensata soy yo. Lo he sido siempre y lo acepto. No vendría a ser, en realidad, algo de lo que me avergüence. Después de todo, él diplomático es él. A mí se me paga por crear drama.
Y lo hago, vaya.
No tengo una idea precisa de cómo explicar esto, se entiende que para que no quede en el camino como una estúpida, como una drama queen, pues, en palabras de Jordan.
¿Cómo alguien acepta una propuesta de matrimonio por presión social, cuando esta última ni siquiera existe? Es el tipo de preguntas que se deberían formular a una mujer como yo, ya que, por experiencia, me encuentro facultada para responderla.
Al menos, en teoría.
¿Por qué alguien que quiere decir no, acaba por aceptar una proposición que le cambiaría la vida? ¿Con qué propósito? Para empezar, a Jordan nadie le dice que no. Y menos una mujer. Esa podría ser, quizás, una respuesta satisfactoria. No quiero que se me malentienda, amo a mi ahora esposo, pero de ahí a atar mi vida 24/7 al objeto de mi afecto, existía una gran brecha que no estaba dispuesta a salvar.
En sentido alguno.
Yo disfrutaba siendo su amante. Con seguridad, él también. A Jordan le tenía sin cuidado la opinión de su propio hijo. Tampoco le importaba la reticencia mi familia, a la que siempre consideró poco digna de ofrecer explicaciones, en primer lugar. En conclusión, la propuesta de matrimonio menos sentimental del mundo no tenía ni pies ni cabeza.
Nunca esperé una cena romántica que desembocara en la quebradura de un diente por haber masticado mi anillo de compromiso escondido en una hipotética crème brulée que fungiría como postre. Ninguno de los dos calzábamos en ese tipo de convenciones. Digo, empatábamos en muchas otras, pero no en esa, en particular. Mi primera propuesta matrimonial también fue un evento de mierda, y no me molesté por eso, sino por lo que vino después.
Si lo pensábamos con detenimiento, entre la primera y segunda declaración hubo años luz de diferencia. Pero todavía distaba de ser una propuesta decente, si es que se comprende de lo que hablo.
Yo, por otra parte, necesitaba más. Y debería aceptar que no tenía una idea muy palmaria de lo que quería. Y ese era el problema. El más grande impedimento.
–Bien, –me dijo Jordan–, pongamos una fecha.
Para contextualizar, había pasado la noche anterior en el departamento de Jay. Nathaniel se encontraba de paseo, con sus amigos del colegio. Era jueves, día ordinario. Nada malo podía pasar a las ocho de la mañana.
Nada, excepto eso.
–No tiene que ser de inmediato, Jay. Necesito tiempo para hacerle entender a Nath.
–De Nath ya me encargo yo –me dijo–. Necesito una fecha.
Data imposible de determinar. Porque no quería casarme con Jordan, como no quería casarme con nadie, vaya. Y, ahora, se hacía imposible retractarme.
–Do you wanna marry me, Bren? –preguntó Jordan, un tanto ofuscado.
–¿De qué hablas? –le dije–. Claro que sí.
–Show me –respondió, con sequedad–. Vamos al Registro Civil ahora mismo.
No tenía ni idea de que alguien se podía casar, así como así, por un arrebato de estupidez inmediata. La gente del Registro Civil debería contar con un protocolo para evitar ese tipo de arranques. Sin embargo, Jordan ya lo tenía decidido. Al menos, en apariencia.
Amaba con locura a Jay, lo hago hasta ahora. Pero casarme sonaba ridículo. ¿Para qué?, si ya tenía lo que quería. Lo tenía a él, nadie se metía en lo nuestro porque nadie sabía. ¿Para qué inmiscuir a alguien más, que carecía de voz y voto en la relación? No tenía ningún sentido.
–Vístete –me dijo–. Nos casamos right now.
–Seguramente no es tan fácil, Jay –le dije, como para sacar el cuerpo–. Harán falta requisitos.
–Pues vamos ahí y lo averiguamos.
–¿Y los testigos?
–Hay gente que cobra veinte dólares para eso, o hasta menos.
No me detuve a preguntar cómo se había enterado de aquellos detalles.
Me atavié maquinalmente, con la seguridad de que no nos casaríamos porque la burocracia lo impediría, sin duda. Me arreglé con la confianza de quien tiene todo el tiempo del mundo para quemar, mientras piensa en un plan para posponer la boda en la medida de lo posible.
No podía dejar de pensar, tampoco, en Nathaniel. Me odiaría por eso, porque no lo invité, porque no le avisé.
Y, por último –y no por ello menos importante–, porque me había casado.
Y con Jordan, para colmo de males.