Instrucciones para restablecer el Destino

46 | A veces, y solo a veces, lo bueno ocurre

Tres semanas de silencio. Tres semanas de comerme la cabeza, de no saber si todo había terminado o si, por el contrario, Jay solo necesitaba tiempo. Tres semanas de cobardía suprema, en la que me vi incapaz de enviarle, ni siquiera un mensaje de saludos cordiales. Ni un emoji de carita llorona. Ni un correo electrónico en el que justificaba mi situación a detalle. Nada.

Desde que reanudamos nuestra relación, hacía casi un año ya, nunca habíamos dejado pasar, ni un solo día, sin saber el uno del otro. Incluso sin vernos, los mensajes y los memes se habían convertido en nuestro medio de comunicación habitual. Nuestro ritual de apareamiento online, pues, por decirlo de algún modo.

Todo ello terminó, luego de mi escenita a las puertas del Registro Civil. Sin duda, jamás un hombre como Jordan se habría imaginado vivir una experiencia como aquella. Con toda probabilidad, se encontraría pensando ahora en cómo deshacerse de mí: producto defectuoso e irreparable. El ghosting de su parte habría sido una opción que yo hubiera aceptado sin quejas.

Me sentía merecedora de su silencio.

Necesitaba contárselo a alguien. Mi hermana Vero, como siempre, era mi mejor opción. Mi única opción.

–¡Eres una bestia! –olvidé mencionar que mi hermana nunca ha sido conocida por su sutileza–. No sé si por no casarte, o por no avisar.

–Por las dos cosas, supongo.

–¿Qué piensas hacer al respecto?

–Pues, como siempre, nada.

–¿Acaso estás loca? –Vero hablaba con las manos, pero, como estábamos al teléfono, solo podía reconocer su voz acercándose y alejándose del aparato, señal segura de que me mandaba al carajo a punta de gestos–. Jordan ha cometido errores. Pero tú también, ¿no te acuerdas?

Claro que me acordaba de mis propios errores. Nunca me había olvidado. Y me pesaban mucho. En serio.

–Y no es un mal tipo –continuó, tras apaciguar su voz–. Además, está regio.

Tenía un punto. ¿Dónde diablos iba a encontrar a alguien como él?

–Ya, pero, tal vez lo jodí todo.

–Pues, entonces, arréglalo –Vero sabía cómo mandar a su hermana menor–. Toma en cuenta que Natho ya tiene diecisiete años. ¿Qué va a ser de ti cuando cumpla la mayoría de edad? Se te acaba la beca, hermana.

Entiendo que, por la beca, se refería a la manutención mensual. ¡Carajo! No había pensado en eso. Bueno, un poco, sí. Pero había procurado ocupar mi mente en ello lo menos posible.

–Estoy buscando trabajo –era mentira. Pero también era lo que mi hermana quería escuchar.

–¿Sin experiencia?

–Sí. Pero con contactos –otra mentira, de nuevo. Esta, más inverosímil que la anterior.

Tomé consciencia plena de esa espada de Damocles que colgaba sobre mí desde hacía casi dieciocho años. No había hecho nada al respecto, nada por ganarme la vida con mis propios medios en todo ese tiempo. Creo que, después de todo, tenía la ligera esperanza de que mi situación se solucionara como por arte de magia.

Pero no lo haría. Necesitaba remediarla, de cualquier manera.

Lo que ocupaba mi pensamiento inmediato, sin embargo, implicaba pensar que nunca me resignaría a haber perdido, por mano propia, la oportunidad de casarme con el único hombre cuya existencia había sido lo único realmente consistente en mi vida. Lo demás eran intermitencias, una sucesión de indecisiones y encrucijadas que nunca llegarían –ni llegaron– a ningún lado. Jordan había sido la única constante para mí.

Y se había terminado.

Lo que más lamenté fue no haber contado con tiempo para decirle adiós. Me prometí que algún día lo haría, por respeto, supongo. Pero ese día no se hallaba, ni en sueños, cercano a llegar. Así que me resigné, como siempre, a la pasividad y la inacción que me son tan características, y a continuar con mi vida, en la medida de lo posible, sin sobresaltos.

Hasta la noche en la que todo se agitó de nuevo.

Miraba Netflix, una de esas películas romanticonas que te provocan matarte y odiar la felicidad de los demás a partes iguales, en especial cuando no tienes pareja; pero, aún así, no puedes dejar de verlas. Nathaniel ya se había retirado a dormir, por lo que me extrañó que llamaran a la puerta de mi habitación, y la abrieran, sin esperar a que lo autorizara.

Era Jordan.

Yo, empijamada y con mi moño de abuelita, con seguridad la luz de mi laptop no me favorecía en lo absoluto. Salté al verlo como si se me hubiera posado un insecto en el regazo, casi se me cae mi computadora.

–Shhhh… –me hizo una señal con su dedo índice sobre su boca, porque ambos sabíamos que Nathaniel no tenía idea de la inesperada visita. Igual que yo hasta hacía unos segundos.

Cerró la puerta con delicadeza, pero se cercioró tres veces, como era su ritual, de que estuviera bien asegurada. Se acercó a mi cama y se sentó ahí, a mi lado. Cerró mi computadora portátil sin quitarme la vista de encima. Nos quedamos en penumbra.

Tomé aire para decirle lo primero que se me pasara por la cabeza, pero él me tapó la boca; esta vez, ya no con tanta delicadeza como la ocasión lo ameritaba. Tomó la laptop y la puso sobre la mesita de noche (al menos tuvo esa deferencia), y se abalanzó sobre mí. Agradecí a los dioses el no contar con una lámpara, porque me hubiera abochornado que me viera en aquellas fachas.




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