Instrucciones para restablecer el Destino

48 | La naturaleza infortunada de mis planes

Un hombre como yo no debería tener que contarle todo esto sin el desapasionamiento de la distancia. Un hombre como yo debería haber superado los problemas con su hijo, en lugar de que estos le atormentaran y le impidiesen, en ocasiones, dormir en las noches. Pero, doc., hace rato que he dejado de reconocerme. Ya no soy más that proud Jordan que enamoraba a las chicas sin esforzarse y las despreciaba a partes iguales.

Es más, creo que ese chico murió a los diecisiete. Para qué me hago ilusiones.

Sé que lo del matrimonio llegó a buen puerto, a final de cuentas. Pero es imposible quitarme de la cabeza los acontecimientos previos, doctora. It’s my fault que todo hubiera ocurrido de la forma en qué pasó, sin embargo, no puedo dejar de sentirme humillado solo de pensar en las circunstancias que rodearon a mi casamiento.

Tal vez esa sea una de las raíces de mi comportamiento actual con Brenda, ¿usted qué cree?

El hecho de que un hombre como yo tuviera que haber luchado contra viento y marea para casarse con la mujer que amaba ya era de por sí tan degradante como para invalidar décadas de un récord casi perfecto de conquistas. No había mujer que me rechazara en el pasado. Esa sola idea habría sido imposible. Tres de ellas habían terminado conmigo, pero eso obedecía a otras motivaciones. Me refiero a un rechazo previo, no a un dumping por hastío, como les ocurrió a Tatiana, Keisha y Madelyn.

Todavía no le he hablado de Keisha, ¿verdad? No crea que se me ha pasado. Lo he pospuesto, para cuando necesite ponerlo en contexto. Aún no es el momento.

Y ahora, mi Brendita, mi pequeña enamoradiza, que estuvo loquita por mí desde la primaria, se daba el lujo de prácticamente dejarme plantado en el altar, no una, sino dos veces. ¿Puede usted creerlo? Porque yo no.

Cualquier cosa que siguiera a esa deshonra, estaría investida de una sombra, a partir de entonces. Ese jueves, recuerdo bien la fecha, 7 de julio de 2016, quedé reducido a la mitad de un hombre, gracias a ella. A la mujer que me había amado con locura, sin importar que tan mierda había sido con ella.

Y lo tenía bien merecido, no digo que no. Pero, ¡qué tremenda patada a mi ego, doctora!

Después de todo, Brendita nunca fue incondicional. Brendita demandaba, hacía pataletas, no se dejaría domesticar, por mí, así nomás. Everybody wants what they can’t get. Y yo no soy la excepción.

¿Mi esposa ya le contó de las ocasiones que no pudo entrar al Registro Civil para casarse conmigo? ¿De aquella en la que padeció un ataque de pánico en la puerta del edificio y de la segunda vez en la que ni siquiera pudo bajar del auto, al que la llevé casi a rastras, bajo amenaza de no volver a verla jamás?

Y, como soy un payaso, nunca cumplí mi promesa, porque, mientras más se negaba a estar conmigo, más ganas me daban de estar con ella.

¿Sabe qué es lo peor de todo, doctora? Es que yo ni siquiera quería casarme, en realidad. Me bastaba con tenerla como estábamos, hasta que el metiche de mi hijo me puso ese ultimátum con esa horrible condición: dos meses de plazo en los que debía abstenerme de mis encuentros sexuales con ella. Cosa que, por supuesto, omití de forma olímpica, solo para que mi primogénito me apretara aún más la soga al cuello, bajo amenaza de contarle a Brenda que nunca tuve deseos sinceros de formalizar mi estatus con ella. Lo que era mentira, por supuesto.

La desesperación me llevó a cometer acciones estúpidas, como siempre, doctora. Como a dejarla de ver por semanas, a tirar la toalla, a ratos, para entregarme de nuevo a mis conocidas apetencias, a Ludmila Lukova y demás andanzas de las que me arrepiento y que sé que me van a pasar factura un día de estos.

¿Sabe qué fue lo primero que hice cuando Brenda se negó a casarse conmigo la primera vez? Regresé a la embajada, trabajé como si fuese un día ordinario, almorcé con mis colegas en la cafetería del lugar, tuve un meeting online con los embajadores de la región. Y en la tarde una serie de entrevistas con posibles becarios de la embajada. Conocí a una de ellas, ni siquiera me acuerdo de su nombre. A las cinco de la tarde me la llevé a casa. Salió de mi casa para el desayuno del siguiente día.

No quería estar solo esa noche, doctora. No podía. Traicioné de nuevo a mi Brenda. Y con una chica random. A la siguiente semana se presentó a la segunda ronda de la entrevista –y supongo, también, que al segundo round–. Coloqué en su expediente el sello de Recomended, tan solo para que me dejara en paz, para no tener que entrevistarla una tercera vez. Su currículum ni siquiera era bueno. Bequé a una chica que no lo merecía solo para que me dejara en paz, y así traicioné, dos veces, la memoria de mi Brenda. A ella que tanto necesitó de becas y que nunca pudo acceder a ellas.

Transcurrida otra semana más no había una, sino siete chicas esperando por el mismo favor. Las habladurías en la embajada comenzaron a sonar. Fue entonces cuando tuve que solicitar una baja por mental health. Había puesto en riesgo mi trabajo y reputación por intentar olvidar a la que sería mi futura esposa.

Dos semanas ociosas en casa es lo peor que le puede pasar a una mente neurótica, pero creo que usted está consciente de eso. Recuerdo que un colega me recomendó su terapia, pero lo menos que deseaba era hablar con alguien más, por entonces. Me dediqué a comprometer mi sistema digestivo a punta de toda la comida chatarra que siempre fui incapaz de cocinarme.




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