Instrucciones para restablecer el Destino

49 | After all

¿Por qué regreso a ella, una y otra vez, me pregunta usted? Yo diría que tengo suficientes razones, pero no soy capaz de explicarlas. Tal vez porque Brenda es la única que me ha perdonado todas y cada una de mis estupideces. La única que, pese a su resistencia inconsciente –o no tanto, who knows–, todavía me ama.

Las demás me abandonaron por mucho menos. Las demás me consideraron, al final, un tipo desechable. A las demás no les bastó que fuera guapo, ni siquiera rico. Para las demás nunca fui suficiente. Para Brenda, sí.

Regresé a ella, una vez más. La última, de acuerdo con mi recuento personal. Me propuse dejarle en claro que no habría una tercera vez. Que la abandonaría –como si alguna vez hubiera regresado con ella, en realidad–, si se atrevía, de nuevo, a desairarme.

¿Cómo fue? La visité en su departamento, en mi departamento, dos semanas después del asalto a su cama. Era día ordinario y tarde. Por entonces me importaba un comino que Brenda se enterara que Nathaniel estaba en contubernio conmigo. Entré por la puerta con mi llave, como si viviese ahí –quise imaginarme que así fuera–, como si lo siguiente fuese saludar a mi esposa y tomar el café, mientras leía el periódico vespertino.

Brenda estaba en la cocina. Como siempre, se sorprendió al verme. Por la forma en que estaba vestida, al parecer no esperaba a nadie. Eso solo hizo que la quisiera mucho más. Parecía que tanteaba el terreno, that is, intentaba leer mis signos corporales para determinar cómo debía actuar. Yo, como siempre, mantenía mi pose de diplomático. Esa máscara de fútil serenidad que me impedía hacer lo que en realidad quería: rogarle que, por favor, olvidara todos mis pecados, todos –hasta aquellos de los que no tenía conocimiento– y aceptara casarse conmigo por una única vez.

Como era obvio, de rogar, nada. Ya me había prometido antes no humillarme, luego de lo de Tatiana. Creo que eso ya lo mencioné. Ella hizo lo inverosímil: me pidió perdón. Yo, en mi papel de inalcanzable, no dije ni sí ni no. Solo le advertí, intentando fingir serenidad, que al día siguiente sería mi esposa, o no habría día siguiente para los dos. No quise sonar creepy, pero creo que esa frase pudo tomarse en más de un sentido. Ni modo, no puedo cambiar el pasado.

Eso debió asustarla, I guess, porque ni siquiera pudo bajarse del auto para ingresar al Registro Civil la mañana siguiente. No quise ser malinterpretado, creo que mi español todavía es defectuoso. Jamás le hubiera hecho daño físico –del emocional, por otro lado, hace años que no puedo prometer nada–, pero supongo que ella lo tomó así. Mal acostumbrada, como está, a no pedir explicaciones, a suponer en silencio, sufrió otro ataque de pánico, todavía peor que el anterior, que casi me cuesta dar testimonio a la policía. Toda una escena lamentable al ojo público, pues.

Rogaba que nadie que me conociera hubiese visto ese show, porque me habría jodido.

Ni siquiera permitió que la llevara de regreso a su casa. Me hizo parar, se bajó del auto y caminó. Tuve que seguirla, como un maldito stalker, para asegurarme de que llegara bien.

Y fue ahí, doctora, justo en el momento en el que ella entró al edificio sin voltear a verme, como sí había hecho la primera vez, cuando supe que se había terminado.

«It’s over», I said. «I’m done».

Lo siguiente que tuve que enfrentar fue la ira de Nathaniel, por teléfono. Me preguntaba qué le había hecho. Lo dejé hablar, ¿sabe?, para que se desahogara. Dejaría que su madre, como siempre, hiciera el trabajo sucio: explicarle que fue ella, y no yo, quien rehusaba casarse. Imaginé que eso alegraría a mi hijo hasta la saciedad, pero me equivocaba. A Nath le urgía ver a su mamita asegurada económicamente. Y con ella, a sí mismo, al menos, hasta terminar la universidad. No soy ningún estúpido como para no darme cuenta de la verdadera motivación de mi primogénito.

Yo, por mi parte, había llegado a la conclusión de que mis obligaciones con ella habían terminado, o que lo harían, en cuanto Nath cumpliera la mayoría de edad. Que él se hiciera cargo sería lo justo, yo ya había tenido suficiente. Le colgué antes de que tocara el tema. Ya habría tiempo para hablar de ello. O tal vez no.

Let me tell you, no volvería a mover un dedo por esa relación. Se hallaba, por entonces, tan viciada, tan jodida desde todos los ángulos posibles, que lo mejor era dejarla morir de inanición. Me encontraba en mi país de adopción, con un hijo que me despreciaba y la mitad de las cenizas de mi padre enterradas en el panteón de la embajada. Eso era, para mí, lo único de la familia que quedaba en pie en La Capital.

Y no era la gran cosa.

No le mentiré. Consideré con seriedad regresar a Boston, con mis hijos. Olvidarme de esa estúpida aventura sudamericana y quedarme en donde sí me querían. Tenía dos familias, y era incapaz de ser útil a ninguna. Viviría de mis rentas, abandonaría la carrera diplomática. De cualquier forma, la ambición por la embajada se hacía cada vez más lejana, debido a la eficiencia extrema del embajador mandante. Mi carrera estaba estancada; había, según yo, llegado a lo más alto. Lo mejor sería retirarme en mi modesta cima.

Dispuse mi viaje de verano a Boston para ver a Daniel y a Rick. El trío de siempre, you know, hanging out there, con la finalidad de olvidarme de mis problemas en compañía de mis ya no tan pequeños hijos. Se suponía que debía regresar en septiembre, pero, en lugar de eso, me dediqué a planear mi estancia definitiva en Beantown.




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