Instrucciones para restablecer el Destino

50 | Salted caramel ice cream

Lo sé, he tenido mejores días. Me deprime narrar mis low points, ¿sabe? Digo, ¿a quién no? De modo que, mejor, pasemos a lo bueno. Tendré que decirle que no fue mi mérito casarme con Brenda, sino de ella. Que, quizás ha sido la única fucking acción en la historia de nuestra relación que obedeció a su voluntad individual, más que a la mía. Ella fue quien dio el primer paso, o el definitivo, como usted prefiera, a la hora de restablecer –en parte, por supuesto–, nuestro Destino.

Si no hubiera sido por esa acción, en apariencia fallida, con seguridad yo habría abandonado toda esperanza sin dudarlo y para siempre. A Brendita debo darle el crédito, por tanto, de haber sido la pionera en lograr que, al fin, nos pudiéramos llamar marido y mujer. Aunque eso, como usted bien sabe, no solucionó absolutamente nada.

Pero, digamos que, por esta vez, todo se dio a pedir de boca para ambos. Me largué a Boston sin decírselo a nadie porque, entre otras cosas, no había a quién decírselo –a nadie a quien le importara, en realidad–, a inicios de agosto de 2016. El verano estaba avanzado y me culpé a mí mismo por no haberlo aprovechado entero con los dos hijos que sí me querían.

De ningún modo nos quedaríamos en la ciudad, eso habría sido un desperdicio. Nos largamos a Oahu, alejados a la mayor distancia posible del yugo de su madre. A miles de kilómetros y un océano de Madelyn y su mequetrefe personal. Los niños me lo agradecieron, y yo lo consideré un honor inmerecido. Quisiera decir que nothing else mattered estando en semejante playa enclavada en el paraíso, pero, mientras más me divertía con los niños, más culpable me sentía por no haber traído conmigo a Nathaniel.

Nunca pude dormir bien en todas las vacaciones. Ya demos por descontado lo que tenía que hacer para conciliar el sueño, porque usted ya lo sabe. Y, pese a que estaba absolutamente cabreado con Brenda en ese momento, ni por un segundo se me ocurrió dejar de quererla, a través de Ludmila Lukova, of course.

Que mis hijos me hubiesen visto en esos trances, habría sido una tragedia internacional. Menos mal que esta vez sí sé cómo asegurar la puerta de mi habitación. Y comprobarlo tres veces, por si no me quedaba conforme con las dos primeras.

Sin embargo, en caso de lograr conciliar el sueño una o dos horas en la noche, con quien soñaba era con Nath. Que me lo encontraba en la playa, en el buffet del resort en donde nos hospedamos, pero no como un turista. Trabajaba en el staff, como empleado, y yo lo sabía. Sabía que era mi hijo, y él sabía que yo era su padre y ellos sus hermanos. Yo sentía satisfacción de verlo así, disminuido. Eso fue lo más escabroso del sueño. Él nos odiaba por ello. Soñaba que mi hijo me odiaba, doctora.

Tampoco llegué a considerarla una pesadilla en el estricto sentido de la palabra, porque, para ser sincero, nunca estuvo tan alejada de la realidad.

Regresamos a Boston a finales de agosto, con mis hijos renovados y yo insomne, pero feliz. No se puede tenerlo todo en la vida, doctora. ¿Qué le puedo decir? Aprendí a conformarme con ser una versión disminuida del young Jordan, quien nunca se habría resignado a medias tintas. Old Jordan, sin embargo, se encontraba en paz a medias –vaya ironía– con el resultado de sus fracasos.

Mi plan consistía en retomar las riendas del Rávena, que había dejado a cargo de mi socio, para ayudar en lo que se pudiera y así no sentirme tan inútil con mi propia vida. Todavía no tenía el valor de abandonar la embajada, no hasta asegurarme de que no me iba a quedar en la desocupación como jubilado prematuro. Eso habría destruido mi psique, sin duda, doc. Y no me podía dar ese tipo de lujos.

La tarde en la que decidí visitar el Rávena para darle a mi partner una visita sorpresa, apareció ella. Simon, chef y mi socio a partes iguales, me dijo que había visitado el restaurante todas las mañanas y las tardes, sin falta, desde hace tres semanas. Y que no era la primera vez que venía. Que ya lo había hecho en años anteriores. Yo no tenía idea de que Brenda conociera, ni que le había interesado conocer, algún día, el restaurante de mi propiedad.

Simon dijo que había probado cada plato, uno a uno, atendiendo a las recomendaciones del chef –o sea, de él–, pero que, en especial, se repetía uno. Adivine usted cuál. Exacto: Chicken Picatta Meatballs.

¡En tu cara, Nathaniel! Oh, sorry, doc. Debí parecer loco. Pensaba en voz alta.

Y había otro detalle: siempre pedía, para terminar, exactamente el mismo postre: salted caramel ice cream sobre un descanso de café expresso. Yo le había hablado antes de ese dessert, en nuestras charlas de alcoba. Le había dicho que se trataba de lo más delicioso que había probado en mi vida y que, junto con mis hijos, era lo único que, en realidad, echaba de menos en Millis.

Por lo visto, mi nena había tomado nota, como la nerdy girl que es.

Llamaba la atención por ser una de las pocas visitantes solitarias en un restaurante de ambiente familiar o para amigos. Eso la había hecho memorable. Simon se había encargado de mimarla para que no nos cambiase por la competencia. Él, por supuesto, no tenía ni idea de con quién trataba.

El staff le hacía, siempre, la misma pregunta: Table for one? Ella siempre respondía que no, que la necesitaba para dos. Aquello le confería, a los ojos de la Rávena family, una especie de status de helpless que despertaba en ellos, a partes iguales, tenderness and a little pitty, en palabras de Simon.




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