Instrucciones para restablecer el Destino

51 | De regreso a ella

Mi Brendita nunca fue ostentosa. En las visitas tutoradas a Nathaniel en USA, solía vestir esos summer dresses de Zara o MNG que serían imposibles de llevar en La Capital y que jamás lucía para mí, sino para apaciguar el verano. Quisiera creer que aquella vez fue la excepción. Le perdoné lo de las sandalias planas, por efectos del calor y la incomodidad. Igual, se veía tan adorable que decidí abordarla durante el brunch, para que en la cena no decidiera utilizar sus consabidos outfits de nerdita fashionista y friolenta que nunca han sido de mi preferencia. Pero, bueno.

Lo que sí di por seguro fue que necesitaba tiempo. Esta vez no podía actuar de manera improvisada. Esta vez toda acción sería encaminada para procurar un bien. En mi cabeza, me monté la película de la vida. Si este plan fallaba, me suicidaría ahí mismo. I don’t know, es un decir. Creo que no lo hubiera hecho en realidad, I’m not that dramatic, ¿sabe?

Me urgía buscar un anillo. Pero no tenía idea de cuál. Brendita no usaba joyas, a veces ni siquiera aretes. No le importaban en absoluto. Eso mismo es lo que amo de ella, entre muchas otras actitudes. Se podía ver superb en camiseta, si le daba la gana. Ni quería adornos ni le hacían falta. Pero un engagement ring, probablemente la habría hecho cambiar de parecer en su performance minimalista. Seguro que sí.

La chica de Tiffany’s me recomendó un modelo muy sobrio y etéreo, casi casi como ella. Como yo no sé nada de esas cosas, acepté. No le metí mucha cabeza, la verdad. Luego, se lo escondí en el salted caramel gelato, y rogué que fuera lo suficientemente sensata como para no tragárselo.

Se presentó a las once en punto. Ordenó un avocado toast con agua sin gas. El postre sería cortesía de la casa. Se veía taciturna, a la usanza de su comportamiento habitual, como si se hubiese resignado a no buscarme más. No regresó a ver a ninguna parte, salvo al asiento vacío frente al suyo, en su mesa en outdoors. Le pedí a Simon ser yo mismo quien le llevase el postre. Él no entendía un carajo y no necesitaba entenderlo. Se enteraría después. La pillé antes de que se levantara. Seguía, todavía, con la carita atenta a la pantalla de su celular. Quizás leía, quizás escribía a Nathaniel. Eso no importaba.

Le puse el postre sobre la mesa. Ella lo miró y, enseguida, se dispuso a corregir a la waitress. Recién ahí reparó en que se trataba de mí. Debió ver su cara, doctora, rosada por el calor y boquiabierta. Me senté a su lado y le dije come. Ella, calladita, hizo lo que le pedía. Es una delicia verla degustar con agrado, aunque, a veces, un poco exasperante. Come a bocaditos, y ya se me estaba acabando la paciencia cuando su cucharita topó algo sólido. Por suerte no se lo llevó a la boca, más que para limpiarlo de helado.

And, you know what? That was hot!

Mi Brendita lloró. Solo ahí supe que me había reivindicado, en la medida de lo posible, de mis sistemáticas metidas de pata con ella. De las dos últimas propuestas fallidas. De la primera propuesta incumplida. La vencida fue la cuarta, para los dos. No necesité hacerle ninguna pregunta. A veces nos iba mejor cuando cerrábamos la boca.

Nos tomamos el tiempo para preparar el matrimonio. Ni ella ni yo fungimos como wedding planners porque, usted sabe cómo nos va cuando decidimos entregarnos a la planificación. Nos dejamos ayudar. Nos dejamos mimar. Me importó un comino el costo, pero lo logramos. La fecha se fijó para marzo de 2017. Debió ver la cara del padre cuando me presenté en su casa, luego de tantos años. Sé que nunca me perdonará lo que le hice a su hija, y no tengo ningún apuro en solicitar sus disculpas, ni tampoco me importan, pero, en realidad, hubiese preferido, al menos, una media sonrisa y un apretón de manos menos contundente.

La madre de Brendita es un amor. Una versión morena de su hija, de reminiscencias afro. Uf, de haber sido de mi edad no la habría dejado pasar. No se lo cuente a Brenda, ¿quiere?, aunque creo que sí se la sospecha un poco. En fin, la señora es la mejor persona de esa familia, sin duda. Incluida Brenda, debo decir. En cuanto a Vero, bueno, ella sí sabe perdonar y olvidar. Nunca dejamos de ser amigos, siempre nos seguimos mutuamente en redes y nos felicitamos por nuestros logros. Esta vez no fue la excepción. Y, en cuanto a su hermano, pues, ¿qué le diré?, me considera el enemigo, pero no por las mismas razones que el resto de la familia; y a Brendita, no la baja de traidora de clase. Aunque nunca nos lo diga en la cara. Coincidimos, sin embargo, en una sola opinión: nuestro recíproco desagrado por Nathaniel. Y por eso, lo respeto.

Aunque, creo que no ocurre al revés. Nevermind.

Como Brendy no es creyente, nos ahorramos la ceremonia religiosa. Eso sí, el matrimonio civil se hizo en una antigua casa del casco colonial de La Capital, lo suficientemente fancy como para invitar al embajador sin experimentar, por ello, ninguna vergüenza. Simon preparó el menú al estilo del Rávena y los treinta invitados se la pasaron en sobriedad. El matrimonio más aburrido del mundo, habrían rezado las páginas de sociales capitalinas, si no hubiera sido porque lo protagonizaba yo. Hadid y Mauro, mis amigos de toda la vida, se hicieron presentes. Christian Abadid nunca apareció (para mi buena suerte, por lo que ya sabemos y porque no es santo de la devoción de mi esposa).

Debo decirle, doctora, que hubo algo que me llamó profundamente la atención. Y que no me he podido sacar de la cabeza hasta ahora. Y que me obsesiona, vaya. Hadid y Brenda. ¿Qué diablos se traen esos dos y desde cuándo? ¿Por qué se saludaron con tanta efusividad? Digo, cuando se conocieron, por allá por el 98, se llevaron muy bien, tanto que hasta estuve a punto de armarles una escena de celos, en algún momento. Pero, que yo supiera, esos dos no habían vuelto a verse más. O tal vez sí.




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