Instrucciones para restablecer el Destino

54 | My own personal Jerusalem

El olvido. ¿Qué carajos es el olvido?, ¿cómo se hace?, ¿cómo se aplica?, y ¿en qué circunstancias? En cuanto al perdón, lo que procede es ni siquiera nombrarlo. Aquel concepto no es más que una abstracción ideal, imposible de llevar a cabo en la práctica. Jordan, por otro lado, me parecía un especialista en ambas cuestiones. Se había olvidado de mí con una facilidad asombrosa cuando me dejó por Madelyn. Tanto que hasta en más de una ocasión me vi tentada a preguntarle cómo lo había logrado. Para intentar emularlo, en caso que fuera necesario.

Y, además, Jordan me había perdonado una vez, ya, por dejarlo plantado el día de nuestro matrimonio. Y sin razón aparente. Una segunda vez sería demasiado.

Dos veces fue demasiado.

Luego de mi segundo ataque de pánico con sus abruptas consecuencias, sobrevino la incertidumbre. Primero, la revisión obligada de redes sociales para cerciorarme de que ningún pendejo nos hubiera filmado y subido un video titulado Diplomático estadounidense maltrata a mujer local en el centro norte de La Capital. Para mi buena suerte, quizás la escenita no fue lo suficientemente llamativa como para convertirse en viral.

Segundo, no me encontraba segura en mi departamento. Mi exprometido era dueño del lugar en donde vivíamos. Podía entrar ahí cuando quisiera. Que el guardia me avisara no creo que hubiera ayudado en mucho. Una vez adentro, ¿qué podía hacer? No habrá un siguiente día para nosotros. Eso fue lo que dijo. Y tenía pinta de amenaza.

Pero sí hubo otro día, tanto para él y para mí. Pero cada quien por caminos separados.

Tal como yo había predicho, Jordan no regresó a casa. Al tercer día del incidente, llegó un paquete vía DHL dirigido a mí, que contenía las llaves del departamento en una pequeña caja. Ese gesto simbólico materializaba la realidad: Jay se había dado por vencido. Lloré abrazada a las llaves, calculo que por unos cinco días. Nathaniel ignoraba lo del incidente. O, al menos, lo aparentaba. Evitaba preguntar, creo. Aunque, entiendo que suponía de qué se trataba todo.

Mi hijo me concedió espacio. Se despedía de mí, en las mañanas, con un beso en la frente y un abrazo muy fuerte. Me decía:

Love you, mom. I’ll never leave you.

Me habría gustado creerle.

Los recuerdos vienen como por ráfagas, a veces: yo, mientras me levantaba de la cama a las doce del día. Yo, tras olvidarme de preparar el almuerzo y recordarlo justo cuando Nathaniel cruzaba la puerta. Yo, inmersa en maratones de series hasta el momento en el que sonaba la alarma, a las seis de la mañana. Yo, en la ducha, por un lapso de dos horas o más, hasta que Nath, preocupado, golpeaba la puerta del baño. A media noche.

Yo, que salía, sin avisar, en pijama –cosa impensable días antes–, a recorrer el barrio a pie, sin saber muy bien qué buscaba y con qué propósito. Nathaniel que me perseguía en el auto para devolverme al departamento y faltar a sus compromisos con el objetivo de no separarse de mí. Para evitar, en sus palabras, que me hiciera daño.

–Prométeme que iremos a terapia luego de las vacaciones, mami.

Las vacaciones, ese concepto me parecía tan lejano.

–Te lo prometo, hijito –habría dicho cualquier cosa. Pero, esta vez, hablaba en serio. No podíamos seguir así.

Iríamos a Boston en el verano. Bueno, iría él. A un curso intensivo preuniversitario de no sé qué. Academic writing o algo por el estilo. Yo había planeado visitar a una amiga que no existe en Nueva York. Pero, a juzgar por el estado emocional en el que me encontraba, esto último no parecía una buena idea. Me lo había inventado para que mi hijo me dejara sola y en paz, al menos por unos días.

–Si quieres, nos quedamos, mami.

–No, hijito –le dije, sin ninguna convicción–. El curso ya está pagado, tienes que escribir tu ensayo para la admisión a la universidad.

–Ven a Boston conmigo. Yo te cuido.

No parecía una mala idea. Salvo por el hecho de que Nath pasaría afuera todo el día, y la tarde, y quizás la noche. Y que no quería arruinarle sus planes con sus compañeros.

Me comportaba como aquello en lo que me había convertido para él, a partir de entonces: una carga.

–No es necesario, hijito. Estaré bien con Lis –a ese nombre me lo había sacado de la manga días antes.

–Sí que estabas muy enamorada de él, ¿verdad?

No era el tipo de conversaciones que quería mantener con mi hijo. En lo que a mí respecta, ni su padre ni su madre tenemos sentimientos, más que hacia él. Sin embargo, asentí en silencio. No tenía caso seguir negando lo evidente.

–¿Por qué no se casaron? –lo dicho: Nathaniel lo sabía todo. No era tonto, obviamente.

–Porque yo no pude.

–Mejor tú que él, en todo caso –respondió Nath, noté cierto tono de satisfacción en su voz.

–Ya se me va a pasar, hijito –le dije–. No te preocupes.

–¿Que se te va a pasar, dices? Si no se te ha pasado en dieciocho años –remató él, con su ácida sabiduría de adolescente.

En realidad, mi enamoramiento masivo de Jordan llevaba ya unos veintitantos años de existencia. Pero eso no le restaba ni un ápice de razón a Nathaniel.




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