Instrucciones para restablecer el Destino

55 | Nostalgia del Rávena

A continuación, declararé lo que, para ustedes, resulta ya una obviedad: estoy obsesionada con Jordan. Así, en tiempo presente. Lo he estado desde los doce años. No tienen idea de lo que me ha costado admitirlo por escrito. Ni siquiera he podido aceptarlo en terapia. Pero, a estas alturas, parece ya demasiado innegable como para esquivar el golpe asociado a esta declaración. Jamás podría olvidarlo. Podría amar a otros, es cierto. A muchos, incluso. Eso ha ocurrido ya y, sin embargo, regreso a él una y otra vez e, incluso, con mucha más fuerza en el momento en que su acercamiento es imposible.

No me enorgullece narrar a lo que dediqué mi tiempo durante esas tres semanas posteriores a nuestro rompimiento definitivo. Digamos que la palabra stalker no resulta tan exacta como para dilucidarlo. El término acosadora, por otro lado, parece demasiado contundente.

Digamos que Jordan no se enteró de mi presencia durante los primeros días en Millis porque, al parecer, no se encontraba en el pueblo. Me ocupé de peinar, a una distancia prudencial, la manzana en donde se hallaba la casa color verde menta que alguna vez fue suya. Por la vereda opuesta, claro, para evitar, al menos, la contundencia de potenciales piedrazos. Parecía estar deshabitada, aunque el césped permanecía bien cuidado.

«No están ahí», pensaba, mientras me alejaba, sin dejar de voltear a ver, de vez en cuando, por la paranoia que me provocaba pensar que Madelyn pudiera haberme visto y seguido de cerca.

La mitad de mi plan se echaba abajo. No, la totalidad del plan. Sin Jordan en Millis, ¿a qué carajos me iba a dedicar durante tantos días? Bien, pues a esto. Fue así como comencé a escribir esta historia, en las noches. Para intentar quitármela de la cabeza, pero, conforme avanzo, se mete todavía más en mí. Intenté que se transformara en una especie de exorcismo, y lo que conseguí fue revivir a los mismísimos espíritus del pasado, que caminan y duermen conmigo justo ahora, incluso con Jay acompañándome en la cama.

Y, como mi destitución definitiva se encontraba a meses de concretarse, y como no sé hacer nada más que escribir, pues pensé que, quizás, podría vender esta historia. Digo, criar a mi hijo se me daba muy bien, pero esa actividad ya me había representado demasiados ingresos. Y estaba pronta a terminarse. Mi licenciatura y maestrías, al fin, tendrían que servirme de algo más que para ostentarlas como capital simbólico.

Como el plan de perseguir a Jordan e hijos se había echado a perder, me quedaba la opción última: el Rávena. Había preferido esquivarlo porque no podía darme el lujo de gastar el resto de mis ahorros en un restaurante de esa envergadura. Pero mi instinto de autodestrucción, que siempre era más fuerte –y lo sigue siendo–, me obligó a hacerlo.

El ritual se cumplía a la perfección: ingreso por la puerta grande, previo chequeo por veinte minutos en mi auto de alquiler, para inspeccionar si Jordan llegaba primero; petición de una mesa para dos o reserva previa. Revisión del menú, orden, comida; chequeo intermitente hacia la entrada, a la cocina o a la puerta de servicio, para asegurarme de que tal vez, y solo tal vez, Jay aparecería por cualquiera de aquellos lugares. Y a seguir comiendo, mientras.

Jay me había hablado de un postre en especial con el que se había encariñado: salted caramel gelato sobre cama de expresso. No entendía por qué un helado tan delicioso debía ser estropeado con la amargura del café, supongo que así rezaba la receta, de modo que aceptaba de forma pasiva el postre, tal como había indicado Jordan que debía comerlo, para potenciar su sabor. Primero el gelato, luego el gelato mezclado con el caramelo, y finalmente el helado con el caramelo y el expresso. Un postre a tres tiempos. Así lo llamaba.

Yo seguía las instrucciones, con periodicidad religiosa.

Lo que ordené el primer día en que me atreví a entrar sola, en el viaje más reciente, fueron las legendarias Chicken Picatta Meatballs. Las habría pedido cada día, pero, para entonces, mi precaria salud mental había dejado de ser preocupación doméstica para pasar a convertirse en un asunto local. No era la primera vez que la gente del Rávena y de los alrededores de Millis me miraba con suspicacia. He de suponer que creerían que estaba loca, o, al menos, no demasiado cuerda.

Mujer, sola, latina y extranjera, que rondaba a pie por una zona residencial a la que, por obviedad, no pertenecía. Eso no podía pintar bien. De modo que no les justifico, pero les entiendo.

Quisiera decir que me daba igual, pero mentiría. Se trataba del último año en el que acudiría al Rávena. Carecía de sentido hacerlo después. Aquel era el momento. Quizás en un año Jordan se habría borrado de mi cabeza. Este era el timing preciso para estar loca por él. Y si tocaba transparentarlo, pues, ¡qué diablos! Ya había hecho demasiados papelones en mi vida como para que uno más me atormentara. Además, no volvería a ver a la Rávena Family, como se hacían llamar, nunca más.

Mi sentido del ridículo se hallaba bastante atrofiado por efectos de la depresión severa, por esos días. Espero que puedan entenderme.

Decidí aceptar las sugerencias ocasionales del chef en mi mesa para dos que, a todas luces, nunca esperó un interlocutor. Brunches o cenas, daba igual. Las albóndigas de pollo me las repetía de dos a tres veces por semana, eso sí. Intentaba imaginar los ingredientes, como cuando Jay los llevó al mesón de mi cocina. No debí tratarlo así esa tarde. Fui tan injusta. No comprendo por qué, luego de eso, regresó de nuevo. De haber sido yo, me habría ido para siempre. Para no regresar.




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