Jay no lo sabía, pero solía usar vestidos para él, para que él me viera lucirlos. Nunca me han agradado mucho, no porque no fueran lindos, sino por su incomodidad. Dejé de acostumbrarme a ellos cuando salí el colegio y no volví a ocuparlos desde entonces, porque no se me dio la gana. Jordan me lo pedía, pero no le hacía caso.
–Yo me visto como quiero –le decía– porque me gusta a mí, y no para agradar a ningún hombre.
Nunca me arrepentiré de esa declaración; de hecho, todavía la sostengo. Pero cada verano hacía una excepción, desde el año 2000, en las visitas tutoradas, solo para… ¿para qué? No lo tengo muy claro. Para gustarle, tal vez.
Ya por entonces daba bastante lástima.
A los treinta y seis años continuaba interpretando mi papel de mujer complaciente de clóset. Me hacía la que iba a mis anchas por la vida, pero, muy por dentro –o tal vez, no tan adentro–, lo único que necesitaba era el amor que mi padre me retiró en cuanto nació mi hermano menor, el hombrecito que en realidad quería. Mis problemas psicológicos no empezaron con Jordan, ¿saben? Vienen desde mucho antes.
E iba al Rávena para lo mismo. Para agradarle, para que se sintiera complacido porque, por fin, me había dignado en visitar su restaurante. Solo que él nunca acudía para atestiguarlo y, por consiguiente, ignoraba mi propósito, al igual que su socio y su staff. Se trataba de una película exclusivamente mía, montada en escena para que la viera y disfrutara yo, en mi mente, con solitaria exclusividad.
En fin, la historia de mi vida.
A aquella mañana la recuerdo con claridad: miércoles 31 de agosto de 2016. Nath terminaría su curso el viernes y regresaríamos a La Capital. Se trataba de mi penúltimo día en Millis y el último en el Rávena. Había decidido que no iba a gastar cincuenta dólares o más al día en un ritual gastronómico inútil hasta para mí. No haría más rico a Jordan con los ingresos que él me había pagado por cuidar de su hijo, a quien no llevó de vacaciones ese año. En mi interior, me hallaba bastante cabreada por ese hecho.
Cuando la bancarrota te respira en la nuca, es imposible separar la idealización amorosa de la necesidad económica. Hasta hace unos años, regresar a mi antigua condición de empobrecida me habría parecido una posibilidad remota. Ahora me acechaba una perspectiva aun más angustiante: ser mantenida por mi propio hijo. Una doble máster sin oficio ni beneficio, nunca mejor dicho.
Se me caía la cara de vergüenza solo de pensarlo.
Mi último brunch estaría investido de austeridad: un avocado toast de catorce dólares – y, hasta hace unos meses me preguntaba por qué Jordan era millonario, ¿pueden creerlo?– con agua natural. Me había dado por vencida. Me prometí no voltear a ver a la puerta de entrada cada dos minutos. Por una bendita vez en ese restaurante, me comportaría como una persona normal, hasta para dejar una impresión menos desfavorable a los ojos de los demás.
«Esta Brenda, siempre con la preocupación de qué dirá la gente a quien no le importa una mierda, para variar».
Me entretuve con mi celular mientras buscaba trabajos freelance para redactores, revisando Facebook o dedicada a consumir mi saldo con una videollamada a Nath.
–¿Me vas a decir en dónde estás, ma?
Nathito era bastante despierto. Le costó poco inferir que lo de Nueva York no era más que una mentira cochina. Me había pedido fotos que no pude enviarle. Porque no quise y, porque no había cómo, en realidad.
–No te voy a mentir más, hijito. Estoy en Millis.
La cara de Nath no tuvo parangón. Hasta quise extraer una captura de pantalla, como para atrapar el momento. Pero soy muy lenta con el manejo de las tecnologías.
–¿Mi papá está contigo?
–No lo he visto.
–Voy ahorita mismo en Uber, mamita. No te muevas.
–¿Para qué, hijito? Estoy bien.
–¡Cómo vas a estar bien! –se impacientó mi siempre sonriente hijo. En eso no se parecía en nada a mí. Ni a Jordan, vaya–. Si estuvieras bien, ni se te ocurriría ir por ahí.
¿Cuál es la distancia de viaje entre Harvard y Millis? Vaya usted a saber. Pero Nathanielito iba en camino. Tal vez hasta le invitaría a almorzar, quién sabe. Quizás mi última mañana en el Rávena no parecería tan patética, después de todo. Tal vez sí tendría compañía, al final de cuentas. Y la Rávena family me miraría con otros ojos.
Con ojos de respeto.
Tendría que hacer durar mi avocado toast por un tiempo prudencial, o pedir un vaso con agua, o algo. No tenía pensado gastar ni un centavo más en ese lugar, hasta que no viniera mi nuevo-salvador-casi-blanco-al-rescate para hacer, ahí sí, el gasto correspondiente.
Pensaba que había dejado claro a la mesera que, esta vez, no habría postre. Digo, el helado estaba rico, pero el expresso no le hacía ningún favor a mi salud mental, y ya iba siendo hora de ponerle un freno al insomnio y la taquicardia. Además, aquí entre nos, el de pistacho sabía mejor. Cuando me colocaron en la mesa la copa de salted caramel gelato, me vi incapaz de corregir a la mesera. No era mi estilo, de modo que levanté la cabeza para darle las gracias y… ¿a qué no saben qué ocurrió? No narraría una escena tan anodina de no ser porque, quien me había servido el postre era Jordan.