Instrucciones para restablecer el Destino

58 | La diferencia capital

Pero regresemos, por un instante a 2017. Regresemos a mi boda. A mi boda con Jordan. A mi boda con Jordan en la que Hadid oficiaba como best man del novio.

Desconozco los términos de la relación de mi esposo con su amigo durante todos estos años. Supongo que habrán seguido en contacto, porque, de lo contrario, no habría manera de que aquella farsa se hubiera llevado a cabo. En cuanto lo vi, al lado de Jay, en el lugar de la ceremonia, supe que el descaro de ese hombre no tenía comparación.

–¿Qué carajos haces aquí? –le dije, no sin cierta dulzura, luego de que nos abrazamos de forma efusiva luego de concluida la ceremonia. No había tenido tiempo de saludarlo antes. Ni ganas.

–Lo que ves, linda –respondió Hadid–. No podía negarme a ser el padrino de tu esposo. Eso habría levantado suspicacias.

Hadid y su registro verbal tan elevado. Esa gran bocaza suya era aprovechada en un sinnúmero de formas.

–Mauro bien pudo haber tomado tu lugar –le dije.

–Mauro es el omega de la manada ­–respondió Had­–. Eso le habría restado glamour a esta boda. Y Jay lo sabe.

Si así se trataban entre ellos, pues no podía esperar nada bueno de su trato hacia mí.

–Estás muy guapa, Brenda –continuó–. La edad te ha sentado de maravilla.

Ese último comentario no era necesario. Aún así, a él tampoco le había perjudicado, en absoluto, los cuarenta y pocos, pero hubiese preferido morir antes de decírselo.

–Gracias.

No pasaron ni diez segundos hasta que Jordan, como la primera vez, se interpusiera entre los dos.

–¿Me pierdo de algo? –dijo, con los brazos cruzados, como si imitara su pose del 98.

–Solo presentaba mis respetos a la novia, bro –dijo Had.

Yo me puse un poco colorada.

–Con ustedes dos, parecería que yo siempre me perdiera de la fiesta –dijo Jordan, porque sabía a la perfección que yo no me sonrojo con facilidad.

«No me jodas, Jordan. ¿Qué mierda sabes y por qué no lo sueltas, ya, de una vez?». Esto no podía ser posible. Hasta hace unos minutos, me había cuidado hasta de respirar despacito por siete meses para evitar que esta boda se cancelara. Y ahora, la fiesta se me caía a pedazos luego de la ceremonia, por culpa de las sospechas de mi recién estrenado marido.

Nunca pensé que se me harían agua los helados una vez casada, carajo.

Y es que la cosa con Hadid es mucho más complicada de lo que se puede entender a primera vista.

Para ello, tendríamos que remitirnos a mayo del 98. El evento magno: el cumpleaños número veintitrés de Jordan. El acontecimiento inesperado: ni mi hermana ni mi prima pudieron asistir a su fiesta en casa del embajador, porque se hallaban fuera de la ciudad. El conflicto: mi acusado complejo de clase frente a sus amigos y amigas de la burguesía capitalina. El deux ex machina: el siempre-amable-y-nada-clasista-Hadid llega a salvar a Brenda del auto ostracismo inminente.  

No se trataba de un secreto que Jay, en cuanto se hallaba rodeado de su gente, solía ponerse un tanto pesado. Y, como se trataba de una fiesta que lo tenía a él como centro, no tardó en asumir su papelito de alpha male para revitalizar y reforzar –como si aquello fuera necesario– su lugar dentro de una pirámide social que, dicho sea de paso, se encontraba ya, de por sí, bastante empinada.

Y no diré en qué lugar de dicha pirámide me hallaba yo, porque resulta obvio.

De modo que, para no parecer una asocial, me encargué de moverme por aquí y por allá, como para parecer ocupada con el buffet, con la música y con todo lo que se ofreciera hacer para evitar a toda costa sentarme a compartir unas palabras con esa gente. Hadid, a quien, por entonces, consideraba ya un amigo diligente y empático, se apersonó conmigo en todo, para evitar que lo hiciera sola y que aquello pareciera una estrategia para no enfrentar lo evidente. Jay se hallaba tan entretenido como el centro de atención que apenas si notó mi cercanía al hombre a quien casi le había armado una escena de celos meses atrás.

–Necesitas relajarte, Brenda –me decía Had, mientras yo me apuraba en colocar los vasos en una bandeja, como si la vida se me fuera en ello y como si no hubiera personal contratado para hacerlo­–. Vamos a la sala.

–Cualquier cosa, querido, con tal de no estar cerca del Abadid –le respondí, atareada como estaba, para simular sin éxito que mi presencia se hacía imprescindible en la cocina.

La verdad es que Christian Abadid siempre fue el pretexto, y también la excusa. Él era el símbolo que representaba todo lo que estaba mal con la clase alta capitalina. Y conmigo, porque yo también tenía un papel en esto. Yo solo lo usaba como escudo para justificar mi lejanía con las amistades de Jordan. Pero Hadid me creía, porque, en efecto, el Abadid siempre se portó como un imbécil, al menos con esta servidora. Nunca mejor dicho.

–Debo regresar a la fiesta, querida –dijo Hadid, que ya se había hartado de mis payasadas–. Cuando decidas dejar de esconderte, yo estaré ahí para proteger tus intereses.

Ese gesto era lindo, pero habría sido mucho peor, a la larga.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.