En otras circunstancias, no habría retirado mi vista de la pantalla para no perder el juego. Pero, el hecho de que una persona que no esperaba se encontrara en la habitación de Jay, detrás de la silla y con sus manos sobre mis hombros, me permitió hacer una concesión a la búsqueda de mi récord personal en JezzBall.
El game over no se hizo esperar, en consecuencia.
–¿Ves? Me hiciste perder –le dije a Hadid, mientras volteaba la silla giratoria para que, entre otros menesteres, me quitase las manos de encima.
–Well played, Brendita –respondió él–. Si quieres, te puedo compensar por la derrota.
Hasta yo, en la candidez de mis dieciocho años, estaba en capacidad de leer ese mensaje entre líneas.
Hadid se puso de rodillas frente a mí. Hecho inédito que ni a Jordan se le habría ocurrido desde que empezamos a tener sexo con fines utilitarios. Yo me puse a temblar. Por alguna razón, esa posición parecía mucho más amenazante que si se hubiese quedado de pie.
–Yo podría darte todo, Brendita –Hadid se acercó a mí y me tomó de las manos–. No necesitas a Jay.
Era oficial: este fulano también sospechaba que yo era la trepadora que, en efecto, estaba en camino a convertirme.
–No se trata de eso, Had –mentí–. En realidad, sí lo amo.
Bueno, esa última parte sí era cierta.
–Jordan regresará a Estados Unidos en unos meses, linda. Te vas a quedar sin pan ni pedazo.
–Ese no es tu problema –a veces, cuando escarbaban en la herida, yo también me ponía pesada.
–No hay ninguna necesidad de portarse grosera –dijo él, sin inmutarse–. Por tu bien, deberías ser un poquito más inteligente.
–¿Perdón?
–Me refiero a que seas más estratégica.
Por estratégica debería entender que mi deber para con mi autocuidado consistiría en traicionar a Jordan con uno de sus mejores amigos para parquearme económicamente de forma segura. O sea, entiendo la idea, pero moralmente estaba bastante jodido hacer algo así sin experimentar un acusado sentimiento de culpa por ello. Y, ¿saben? Yo, por entonces, no jugaba a eso.
Por entonces, palabras clave.
–No, gracias, Hadid –le respondí–. Por favor, retírate.
Pero Hadid no era de los que se retiraban con facilidad.
–Dame una oportunidad de demostrarte que soy mejor partido que ese gringo, linda –dijo Hadid, en voz bajita, hecho el sexy–. Por fis.
¿Por fis? Give me a break!, como diría Jordan.
No se detuvo a esperar una respuesta negativa y me besó. Confieso que no me tomó por sorpresa. Confieso, también, que tampoco me esforcé mucho para que se contuviera. No diré que no me sentía halagada. Hadid era un partidazo: demasiado guapo, millonario y, hasta hace un par de segundos, buena gente. La verdad es que me sentía honrada de que dos hombres de esa categoría estuvieran disputando a una chica tan normalita como yo. Por aquella época, desconocía que las jóvenes en alto estado de vulnerabilidad como lo fui alguna vez no éramos vistas, para esa clase de hombres, precisamente, como deseables.
Éramos presas fáciles, para tipos como él y hasta para tipos como Jordan.
Esa es una de las tristes realidades que descubrí, en retrospectiva, y en terapia.
Pero, claro, mi ego de dieciocho años no estaba capacitado para comprender la complejidad de esos conceptos. Y mi intelecto, todavía tierno, tampoco. De modo que me dispuse a alcanzar la gloria y sentirme una diosa, a tiempo en que la culpa comenzaba a instalarse en mí a manera de un cáncer que avanzaría sin remedio, a lo largo de décadas de silencio e incertidumbre.
Sí, antes de que Jay me pusiera los cuernos a mí, yo le puse los cuernos a él. Y con uno de sus amiguitos. Así son las cosas.
Pero la verdadera culpa, aquella que iba en serio, ocurrió cuando Hadid, sin hacer preguntas ni esperar calentamiento, me quitó el pantalón y el panty de un solo movimiento y enterró su cara entre mis piernas. Bien, aquello era inédito. Jordan no incurría en ese tipo de prácticas. Nuestro pacto sexual tenía exclusivamente fines reproductivos y, como ustedes comprenderán, los bebés no se conciben de aquella forma.
–Te va a gustar, ya vas a ver –me dijo en un momento en el que dejó de ocupar su lengua.
Mi resistencia, que consistió en mis manos empujando su cabeza para apartarla de mi ingle, duró apenas unos segundos, si acaso. Luego, sobrevino una oleada de sensaciones que jamás en mi vida había experimentado. De no haber sido porque la música de la fiesta anulaba toda posible evidencia del hecho, mis gemidos se habrían oído hasta la manzana contigua.
Pensé que iba a morir en ese mismo momento. Me asusté en serio.
–¿Qué me hiciste? –le grité, espantada, luego del primer y más intenso orgasmo de mi trayectoria–. ¿Qué fue eso?
–¿Cómo que qué fue eso, linda? –respondió Hadid, mientras se secaba la cara con las manos y apoyaba su rostro sonriente sobre mi vientre–. ¿Jordan nunca te lo ha hecho, o qué?