Bien, doctora. Creo que hemos llegado a ese día. Al día que he temido más, desde que inicié terapia junto a Bren y Nath. Llegó la hora de sincerarse, supongo. Aunque, entiendo que usted ya se habrá dado cuenta de que en mi matrimonio las cosas no caminan como deberían, dado mi poco entusiasmo para hablarle de la verdadera razón que me ha traído hacia usted, en primer lugar.
Si necesito enumerar todo lo que no funciona en mi relación, podría empezar por aquello que llamé, alguna vez, las diferencias. Gosh, podría escribir un libro entero sobre las diferencias, me refiero a aquellas que existen entre mi mundo y el de Brenda. Pero me remitiré a un capítulo específico, que me hizo dudar, en serio, de mi vocación amorosa por mi actual esposa. Desde todos los puntos de vista posibles.
Fue el día de mi cumpleaños número veintitrés. Sábado, 16 de mayo de 1998. I know, I know, mi manía de regresar al pasado para justificar mis reparos del presente no tiene parangón, pero, ¿no se trata de ello, la terapia? Y es que no lo he superado, doctora. Nunca pude sobrellevar la vergüenza que me hizo pasar Brenda aquella noche frente a mis amistades. Y lo peor de todo es que nunca tuve el valor de hacérselo saber. Usted sabe, para que no sufriera.
En su juventud, Brendita podía llegar a comportarse como una cría bastante mimada. You know, de esas niñas a las que el papá jamás le dejó hacer fuerza física, para evitar que se desdorara. Ella me lo contó y lo ha demostrado en actos a lo largo de los años, porque ni siquiera puede abrir una botella de agua mineral, y de las pequeñas. Todo lo que tenga que ver con potencia física requiere que un hombre lo haga por ella. Primero su padre o su hermano, luego yo y, después, Nath.
Esa debilidad se extrapolaba, a veces, desde su parte anatómica hacia la emocional. Aunque no necesito decirle eso. Entiendo que usted, que la ha tratado también, lo conoce de sobra. Mi esposa, de jovencita, solía quebrarse ante la presión. Y la presión era la sociedad en la que se había involucrado cuando decidió que sería mi esposa.
Christian Abadid ya me lo había advertido. Me había dicho que Brendita acabaría por desmoronarse frente a la intimidación que nosotros –con él a la cabeza– pondríamos sobre ella porque, simplemente, nunca estaría a la altura de nuestras expectativas. Y hablo así, de nosotros, porque yo nunca estuve tan al margen de ello como creía estarlo cuando era joven. Yo también tuve la culpa de que ella se alienara del lugar que le correspondía ocupar, por derecho, por el simple hecho de tener una relación conmigo.
Sé que no me comporté aquel día –ni ningún día, para ser sincero–, como el mejor de los novios. Me hallaba emocionado y un tanto agrandado aquella noche, porque al fin me encontraría con la gente que no me consideraba un burgués de medio pelo; porque, a diferencia de mis colegas de Harvard, en La Capital se me tenía como, quizás, el más elevado representante de su endeble upper class.
Yo no me quejaba, ni tampoco las chicas que me rodeaban, como siempre, sin tener ningún cuidado con el hecho de que yo tuviera una muy formal novia a mi lado a la que, dicho sea de paso, no presté la más mínima atención durante aquella fiesta.
¿Por qué lo hice?, o, para hablar con propiedad, ¿por qué no lo hice? Ya lo había mencionado en sesiones anteriores: porque Bren me daba vergüenza. Que esto no salga de estas cuatro paredes, please. Me avergonzaba desde cómo iba vestida –con esos cargo pants tan inadecuados para la ocasión, ¡qué se le pasó por la cabeza!, y esos Converse de plataforma, que la revelaron como la intrusa que era–, hasta su patético performance –sí, patético– en media reunión: pegada a mi lado como si no hubiera más espacio en la sala que aquel ocupado junto a mí. Honestly, doctora, me traía un poco de los nervios esa noche.
Por eso decidí abandonarla a su suerte, para que se endureciera un poco, ella sola. No me enorgullezco de esa canallada, pero no estoy aquí para jugarle al héroe, como bien se habrá dado cuenta. Lo que logré fue que se enajenara aún más, y se escondiera entre el personal de servicio para llamar la atención lo menos posible, cuando lo que hizo en realidad fue convertirse en el blanco de las burlas de todos los presentes.
En especial, de Christian Abadid.
Mi pal la tenía cogida del diente desde que era una niña. Yo ya había intentado pararle el coche unas cuantas veces, pero el Abadid, como lo llama mi Brendy, nunca fue muy obediente que digamos. Yo podía defender un poco a Brenda cuando era niña, pero ya grande, esperaba que ella pudiera sola con él.
Pues bien, no pudo.
Fue Hadid quien salió en su defensa, mientras que yo, un poco tired of that shit, me dediqué a ser admirado por las amigas de mis amigos, como para recordar un poco los viejos tiempos y como para recuperar las horas perdidas que, por el lapso de tres años, transcurrieron en un Boston al que le fui totalmente indiferente.
Una parte de mí quiso que esa noche Hadid me la robara, doctora. ¿Le conté que yo le había hablado a Had de Brenda, en el pasado? O sea, en el 97, cuando todavía no estaba enamorado de ella. Le hice saber que él sería the chosen one para salvarla de la destitución, y que yo lo había seleccionado, de entre todas mis amistades, con el objetivo de ser mi sucesor y albacea de mi Brendita. Le diré, también, que él tenía sus reservas. Dudaba, no sin fundamento, de que su familia la aceptara. Yo le dije que, en cuanto la conocieran, cambiarían de opinión. Hadid me escuchaba como quien oía llover, asentía y me decía todo sí, todo sí, bro.