Instrucciones para restablecer el Destino

62 | Fear and loathing en la casa del embajador

¿Le he hablado ya de mi ex novia de Harvard, Keisha? Pues bien, llegó el momento. Kei vino de visita a La Capital, justo para mi birthday party del 98. Había viajado al país para visitar las Galápagos, y de paso, a mí. ¿Coincidencia?, no lo creo. Nunca tuve una mínima esperanza de regresar con ella. Porque no podría decirse que esperanza fuera la palabra adecuada, in the first place. Pertenecía a la facción de las imperdonables, de las proscritas, de las exnovias que me habían dejado. Pero me gustaba creer que había hecho un viaje de tres mil millas, desde Harvard a La Capital, solo para verme. Y quería que me encontrara triunfante, no con esa niña mimada y fachosa escondida detrás de mi pantalón.

Lo sé, doctora. I’m a fucking jerk. Nunca he dicho lo contrario.

Necesitaba pavonearme, al precio que fuera, para que Keisha atestiguara que podía llegar a ser todo lo open-minded que ella creía que nunca llegaría a ser, y que fue la razón por la que me dejó: por mojigato y aburrido.

And, you know what? Tenía razón.

A final de cuentas, Keisha terminó liándose con Christian Abadid. Él se encontraba más a tono con su liga que yo, eso ni para qué negarlo. Luego se enrollaron, los dos, con alguien más. Mauro me dijo luego que fue con una de las chicas del servicio. Mejor para mí que no lo vi. Esa era una línea que yo jamás cruzaría, pero no por las razones correctas.

Me entretuve tanto en atestiguar mi derrota en primera persona y en mi propia birthday party, que olvidé, por un momento, a Brenda, que se empeñaba en esconderse en la cocina, la pobre, como si alguna vez hubiera ido a una por voluntad propia y para otra cosa que no fuera zamparse comida ya hecha por alguien más que nunca fue ella.

Apostaría mi vida a que, incluso a los dieciocho, Brendy ni siquiera sabía encender un fósforo.

Para cuando fui a buscarla, no se encontraba por ninguna parte. Mi querido pal del alma, con su habitual y venenosa agudeza, me hizo notar que Hadid tampoco se hallaba a la vista. Todo esto, mientras se me cagaba de risa en la cara y con mi exnovia gringa sitting on his lap.

Fue ahí cuando entré en pánico, doctora.

Entiendo que esa fue la sensación exacta que me embargó en ese momento. Digo, podía tolerar que Hadid hablara al oído a Bren y la hiciera reír a mis espaldas o hasta en mi cara, que la tomara de la cintura, incluso, cada dos por tres, mientras Brendita saltaba y lo miraba con esas cejas negrísimas fruncidas para luego voltease a ver, indistintamente, a todos lados, espantada en serio, con el fin de asegurarse de que nadie los hubiera visto.

Podía tolerarlo todo, porque Brenda también aguantaba, a veces, mis salidas de tono con las mujeres. No tenía derecho a hacerme el celoso. Ya había pasado una vez, en la fiesta de Hadid, y me sentí como una mierda. Ese no era el Jordan que todos conocían. El Jay habitual era de piedra, no se conmovía por nada ni por nadie, menos por su noviecita adolescente.

Ahora, solo de pensar en lo que podría ocurrir entre los dos en ese momento, y en mi ausencia, me hizo cuestionar todo lo que había creído de mí mismo hasta entonces.  

Peiné la planta baja de la casa, mientras todos estaban ya un poco borrachos como para notar o no mi retirada o mi desesperación. Con cada habitación abierta, oscura e inhóspita que abría con las llaves maestras que le robé a la jefa de servicio, my despair crecía a límites que ni yo mismo me atrevía a aceptar.

Y todo con tal de no subir a buscar a Brenda y a Hadid a donde sabía, desde siempre, que se encontrarían con seguridad: mi habitación. Dilaté la visita al segundo piso lo que pude, con la esperanza de ver a Had regresar de donde quiera que se hubiera metido mientras yo me entretenía intentando impresionar, en vano, a mi exnovia.

Cuando salí al estacionamiento y vi su auto parqueado, supe que Hadid nunca se había ido. No lo habría hecho jamás sin despedirse. Ante todo, mi pal tenía modales. El patán del equipo era Christian, en todo caso. O hasta yo.

Miré, desde afuera, hacia la ventana de mi cuarto. No se hallaba en penumbra, propiamente. Había una ligera luz, como de una lámpara, la luz del baño o como la de mi iMac encendida. Dudé por un segundo en subir. Miento, fue mucho más que un segundo. Pero subí. Me temblaban las rodillas mientras lo hacía. Me sudaban las manos. Mi corazón se me salía. Me quedé ahí, un rato, en el descanso de las escaleras, para respirar, para pensar un rato.

¿Qué haría en caso de que…? Ni siquiera me atrevía a nombrarlo. No me atrevo hasta ahora. La sola idea de que Brendy y Had… oh, it makes me sick solo de imaginarlo, incluso en este instante, doctora.

Incluso, luego de veinte años, más o menos.

Al fin hice acopio de toda la entereza de la que fui capaz de acumular y subí el último tramo de las escaleras. El pasillo estaba oscuro. Nadie había caminado por ahí hace un rato. Las luces se encendieron en automático para cuando me detuve frente a mi habitación. Dudé, de nuevo, en abrirla. Luego de un rato, lo intenté. Estaba asegurada.

Mala señal. Pésima, de hecho.

La abrí enseguida con mi llave. Pedí permiso para ingresar a propio cuarto con la esperanza de darles un espacio de tiempo para que se cubrieran. Ahí estaba Brendita, sola y acostada en la cama, hecha un ovillito; lloraba como una niña pequeña. Imaginé lo peor. Y lo peor no era Hadid, sino Christian. Creía que le había hecho algo; no sé, algún desaire, o hasta peor. Brenda negó con la cabeza, la pobrecita parecía ahogarse en su propio llanto. No recuerdo haberla visto así antes. Sabía que era un poco llorona, pero aquello era demasiado.




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