Mi esposa es una mujer cultivada. Ella también está familiarizada con el concepto denominado el pacto. Así, en genérico. Aprendió sobre él en la universidad. Pero Brenda utiliza un adjetivo que complementa la definición, y que no nombraré porque, solo de hacerlo, me produce tirria. En todo caso, nos referimos a lo mismo. A ese acuerdo de silencio y complicidad que me permite disfrutar de mi esposa con total impunidad y que, no diré lo contrario, nunca me ha quitado ni un ápice de sueño en mis noches.
Un probable divorcio, por otro lado, me condenaría a un insomnio perpetuo.
Y es que, si usted hubiera pasado la odisea que yo tuve que superar para casarme con Brenda, no estaría dispuesto a capitular tan fácilmente por culpa de un tecnicismo. ¿Acaso las mujeres no hacen pactos también?, ¿de silencio, de complicidad tácita?, ¿o ya, si nos ponemos rigurosos, hasta de ocultamiento?
No, no pretendo justificar mis faltas con alguna falacia de razonamiento lógico. Pero, así son las cosas. Usted como terapeuta lo sabe, sabe cómo funciona esto. La gente ejecuta acciones para cuidarse las espaldas, la gente juega a la vida de la forma en la que puede.
Yo no soy la excepción.
No fue la primera vez que tuve que comprar el silencio de mi hijo. Al menos, no de la misma manera que en la primera ocasión.
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Gaby, siempre supe que me traería problemas más allá de lo fortuito de nuestra relación durante la etapa en la que Brenda me echó de su vida. Se veía venir, pero debo decir que las circunstancias fueron inesperadas, aunque no del todo impredecibles.
Nunca cumplió su amenaza de contarle a Brenda sobre nuestra aventura poliamorosa. Eso lo reconozco. Reconozco también que la subestimé por ello, al creer que se trataba de las mujeres que hablaban el doble –o hasta el triple– de lo que solían ejecutar. Era una novelista reconocida, por tanto, en lo que a mí respecta era, también, una mentirosa –y labiosa– profesional.
Pero que se involucrara con mi Natho adolescente fue demasiado. ¿Sabe? Ni siquiera había cumplido los dieciocho años cuando lo desgració. Es un decir, of course. Mi hijo, por entonces, ya se encontraba más que recorrido, I guess, pero no deja de tener su parte de verdad. Porque una cosa es involucrarte con tu classmate girl, y otra, muy diferente, es involucrarte con ella.
¡Si lo sabré yo, doctora!
Las circunstancias tampoco estuvieron del todo claras. Pero, el lugar de los hechos, sí. Fue en una reunión de las amigas de universidad de Brenda en abril de 2017. En un departamento de tamaño promedio en el downtown. Es que no había a dónde escaparse, damn it! Y ese chico acabó viéndonos la cara a Brenda y a mí.
Brenda suele llamarme la atención cada vez que vamos a una reunión con nuestro hijo. Que lo deje en paz, decía, que si se nos escapa, no habría manera de evitarlo, porque estuvo fuera de nuestro control todo el tiempo. And, that’s a good one, que confiara un poco más en el criterio de nuestro hijo.
Woman, you have great faith, es lo que me veía siempre tentado a responderle.
My maneater’s radar suele estar a toda máquina en esos lugares, para detectar a cualquier posible señorita de cascos ligeros que pusiera aún más peligro la ya de por sí dudosa virtud de mi hijo. Y es que no me interesaba en absoluto el hacerme de una nuera improvisada a mis cuarenta y pocos. Y menos una del calibre de la última noviecita de Nathaniel.
En consecuencia, tenía a Nath siempre vigilado y, digamos que lo instaba de forma más o menos amable –en dependencia del contexto– a mantenerse dentro de mi line of sight, en la medida de lo posible.
En realidad, nuestro hijo no tenía nada que hacer en esa reunión de adultos, lo llamamos para que se llevara mi Range Rover a casa, porque planeaba tomar esa noche y Brendy me llevaría en su auto. Solo tenía que venir, retirar las llaves, y largarse. Era una cuestión de cinco minutos, a lo mucho. Pero algo pasó. No sé en qué momento me distraje, pero cuando regresé a ver, mi hijo ya no estaba en donde lo tenía vigilado.
Escaneé a los presentes y no me costó mucho inferir quién faltaba y, por tanto, con quién se encontraría Nathaniel. No sabría decir lo que experimenté en ese momento, doctora; si pánico, envidia, celos o todas las anteriores. Había dejado de frecuentar a Gaby desde hacía tiempo. Pero eso nunca significó que dejara de gustarme. Ahora, que me importara su vida, eso era otro cantar.
Llevarme un trago de mi propia medicina esa noche nunca estuvo entre mis planes. El karma derivado de la traición que propiné a mi padre con su esposa me alcanzó veinticinco años después, cuando, al examinar las habitaciones del departamento, en busca de mi hijo, lo hallé en una posición bastante gráfica entre los brazos –o entre las piernas, para ser más exactos– de mi examante, a la sazón unos veinte años mayor que él.
Nathaniel no se dio cuenta, porque estaba de espaldas, de modo que decidí no armar un escándalo y cerrar la puerta con seguro, para que no fuese Brenda quien los descubriera después. Pero Gaby me vio, y me llamó con la mirada y las manos.
Just for a second, doc, me vi tentado a considerar su call of duty.