Con mi autoridad de padre de familia y diplomático norteamericano, pude haber metido presa a Gabriela, si me hubiera dado la gana. El problema es que no se me antojaba. Una vez más, me pregunto: why? Supongo que le tengo un miedo infernal al escándalo y, no sé, me rehusaba a victimizar a Nathaniel.
Sí, doctora, lo sé. No soy capaz de sincerarme al respecto.
La verdad es que tampoco quería perjudicar a Gabriela, y, en el fondo, guardé siempre una ligera esperanza de que, someday, pudiéramos regresar a las andadas. De preferencia, sin Nathaniel. Solo por eso le perdoné la vida.
Como verá, la monogamia se empezaba a convertir en una aspiración poco viable en el mediano plazo.
No me importaba mucho tener que parar el carro a las mujeres ajenas a Brenda. Había sido así desde siempre. Ella lo sabía, sabía que mi título de el bateador me lo había ganado a punta de eficiencia y lack of mercy, a la hora de erradicar de mi vida a las mujeres que me orbitaron desde… desde siempre. Esta vez no podía ser diferente. Ahora estaba casado, no tenía excusa alguna para bajar la guardia.
Pero cada vez se ponía más difícil.
Como el papel de madre que mi esposa había ejercido con eficiencia durante los últimos años estaba por quedar obsoleto, por la inminente marcha de Nathaniel a Boston, Brendita decidió que era hora de encontrar un trabajo remunerado que le permitiera ostentar sus sofisticados estudios superiores. Por mi parte, nunca fue mi intención decepcionarla, al hacerle saber que, sin experiencia, sería muy difícil que la contrataran.
Pero, para mi sorpresa, lo hicieron.
Tal vez ese instituto estaba desesperado por una maestra con su perfil, eso no lo sé bien, pero Brendita entró a trabajar un semestre a la carrera de comunicación en calidad de profesora de Redacción Periodística I. Que Olimpia, su entrañable amiga de la universidad fuera la directora de área, supongo que ayudó un poco. But that’s me.
Olimpia, a wierd name for a wierd woman.
Lo que le he contado hasta ahora, doctora, responde, más que a nada, al hecho de justificar la elección que tomé, de forma unilateral, con respecto a mi relación, unas semanas después de este hecho. Necesito que se comprenda el contexto, ¿se entiende?
Verla ir a trabajar así, tan ilusionada, me resultaba charming. Por entonces, mi Brendita idealizaba el trabajo remunerado como una estrategia de empoderamiento, como ella acostumbraba a llamarlo. Yo callaba y sonreía, you know, para no destruir sus ilusiones. Cuando tenía tiempo la iba a dejar al instituto y hasta fui a recogerla un par de veces. Así nos reencontramos o, mejor dicho, así Olimpia me reencontró a mí.
Suelo tener buena memoria para los rostros, doctora. Pero los nombres no se me dan bien recordar. Eso fue lo que pasó con Oli. En cuanto la vi supe que la conocía de antes, ella me hizo saber que del Colegio Americano. Era una de las mías, aunque no lo parecía. No de mi generación, eso era seguro. Quizás uno o dos años menor que yo. Recordé que Christian Abadid la había incluido en la infame categoría de las butterface, pero yo nunca fui tan cretino como para secundarle.
Conservaba intacta la esbeltez su cuerpo, debo decir. And, that’s it.
A Brenda y a mí nos va mucho mejor cuando aparcamos nuestra obligatoria vida social y nos dedicamos a cocinar en casa y a las maratones de Netflix. Aquella es nuestra existencia ideal. Todo lo que vulnerara la paz doméstica, hacía tambalear, ahí mismo, nuestra felicidad conyugal.
Así de frágil era nuestro vínculo, incluso luego de casi veinte años. Y no sé por qué hablo en pasado, de nuevo.
Pero tenemos compromisos, compromisos sociales, conforme a los mandatos de las personas de nuestra condición. La fiesta de confraternidad anual del instituto era uno de aquellos. Brendita, que es muy tímida, jamás se hubiera atrevido a asistir sola. Yo, por mi parte, nunca me hubiera perdonado que lo hiciera. Así que la acompañé.
Créame, doctora, que, si pudiera regresar en el tiempo, lo haría. Tan solo para cambiar esa decisión. Porque le costó el trabajo a mi esposa y ella nunca supo muy bien por qué. Todavía cree que fue ella quien hizo algo mal, cuando la culpa de todo fue mía. Para variar.
Nunca he tenido el valor de decirle a Brendita que aquella noche, en el instituto, mientras fui en búsqueda del baño de hombres, Olimpia me persiguió e interceptó en la entrada, con más alcohol en la sangre que el permitido para conducir u operar maquinaria. Yo había bebido apenas, solo para no quedar como un stuck up frente a los colegas de Brenda, de modo que todavía me encontraba en pleno uso de mis facultades.
Tampoco me atrevería a contarle que me llevó a su oficina, digamos que para que me mostrara unas fotos no oficiales de los anuarios del Colegio en las que salía yo, junto a mis compadres Christian, Mauro y Hadid, y que debía verlas porque me interesarían.
Y, es obvio que jamás le confesaría que siempre supe con qué propósitos me apartó de la manada, desde el principio, pero que, por curiosidad, me dejé arrastrar hasta su madriguera solo por la intriga de saber qué tan lejos sería capaz de llegar por un momento a solas conmigo.
Y todo esto, mientras me aguantaba las ganas de orinar.