Creo recordar que alguna vez les conté que el 2007 fue un año bastante extraño para mí. Y lo que pasó ese período explica, en gran parte, la razón por la que Hadid y yo no deberíamos volver a vernos, por el bienestar de mi matrimonio con Jay.
¿Se puede amar a dos hombres al mismo tiempo? Por supuesto que no. Digo, una podría andar colgada de alguna celebrity crush y, al mismo tiempo, estar enamorada hasta la médula de su esposo. Lo uno nunca anulaba lo otro. Yo me encuentro ahora mismo enamoriscada de León Larregui y de Diego Luna en el papel de Miguel Ángel Félix Gallardo (Narcos México), y eso no resta para nada mi completa devoción por Jordan. Pero contar con dos hombres que peleen en la misma cancha, dos hombres con iguales posibilidades de, digamos, llevarte a la cama, eso ya entraba en la categoría de palabras mayores.
Luego del infame episodio de los piedrazos propinados por la primera esposa de mi actual marido en Millis, allá por el 2006, decidí que aquella trampa del liderazgo personal no había sido hecha a mi medida, después de todo. Fracasé en el intento de auto empoderamiento femenino, y me di cuenta, de la peor forma posible, de que no todos los hechos de este universo dependen única y exclusivamente de mi voluntad individual.
Había eventos que se hallaban fuera de mi control, y era inútil y acaso ingenuo pretender lo contrario. El consumado matrimonio disfuncional de Jordan con una mujer celópata era uno de ellos. Nada había en mi poder para cambiarlo, de eso la vida se había encargado de demostrarlo. En consecuencia, mi precario sentido del poder personal se largó a la mismísima mierda.
En lugar de retomar la terapia psicológica que había iniciado luego de que Jordan me pusiera los cuernos del siglo, decidí –o decidió mi fragmentada psique–, que lo más saludable para mí sería entregarme a la vida nocturna en compañía de una buena amiga que se encontraba, por entonces, tan o más jodida que yo: Cassy.
Nuestra rutina periódica consistía en poner a prueba nuestras habilidades para la conquista, a través de retos semanales como, por ejemplo, asistir a algún bar sin un centavo en el bolsillo y conseguir que un par de incautos nos pagaran los tragos y el taxi de regreso a casa. Puntos extra si nos dejaban en la puerta de nuestros departamentos en sus respectivos automóviles. Nos divertía despedirnos de ellos con beso en la mejilla y dejarlos con las ganas de una noche de sexo casual que, de forma habitual, jamás llegaba a ocurrir, porque ninguna de nosotras vivía sola ni estaba libre, como les hacíamos creer.
Claro que solíamos fallar en nuestros retos una buena cantidad de veces. Por lo general acabábamos bebiendo agua de grifo del baño de señoritas de El Abejorro, nuestro coto de caza hípster favorito, y tal vez el menos cochambroso de la zona rosa de la ciudad Capital. Creo que ni éramos tan sexys, después de todo, ni nuestras habilidades seductoras y de persuasión se encontraban tan afinadas como para triunfar en nuestros propósitos sin incurrir en estrepitosas derrotas de vez en cuando.
Hadid me abordó una de esas noches en las que tenía planeado fiar una cerveza al bartender, bajo una vaga promesa, que no tenía pensada cumplir, de quedarme con él luego de que todos se fueran. Se había dejado la barba, lo que favorecía de forma exponencial su atractivo libanés. Demasiado estirado para un lugar tan progre, su chaqueta Ermenegildo saltaba a la vista de entre la multitud, y no digamos que para bien.
–¿Qué hace un chico como tú en un sitio como este? –le pregunté con el ritmo del tema musical al que hacía referencia.
–Buscando a quién dar cacería –se notaba que las viejas costumbres de juventud no lo habían abandonado del todo–. Y mira con quién me encontré.
«Viniste por cobre y encontraste oro», pensé en responderle, pero me aguanté.
–Ya quisieras.
–¿Qué vas a pedir?
Ya que andábamos en esas, habría que subir la apuesta.
–Un strawberry margarita, por favor.
Como no había a dónde moverse, porque El Abejorro se hallaba a reventar, nos quedamos ahí, parados. Manifesté a Hadid mi molestia porque no había lugar para acomodarse.
–Puedes sentarte aquí, si lo deseas –dijo, mientras señalaba su cara con ambos dedos índices y sonreía–. Y toda la noche, si te da la gana.
Sip, no había manera de que me hiciera olvidar lo que él solía llamar, de manera juguetona, lo nuestro.
Mi reacción inmediata fue verme tentada a llamarle por el nombre de guerra que había ideado para él, años atrás; o sea, cerdo. Pero luego me lo pensé bien. Podría haber una ganancia de todo aquello. Quizás quien vino por cobre y encontraría oro sería yo. Después de todo, llevaba algunos meses ya de sequía sexual.
Y Hadid era el oasis, en el sentido más poético del término.
Pues bien, digamos que, aquella noche, luego de rescatar a Cassy de las garras de algún fulano de turno que planeaba beneficiársela, para dejarla sana y salva en su casa, tomé la palabra a Hadid en su departamento, pero no por toda la noche, porque eso habría sido abusar de su… hospitalidad, además de ser un tanto incómodo para los dos.
En especial para él.
–Y, ¿con quién dejaste a tu hijo esta noche, linda? –me preguntó luego, hecho el distraído, mientras encendía un cigarrillo.