Instrucciones para restablecer el Destino

70 | Sorpresa

De lo narrado en capítulos anteriores, podría deducirse que carezco de moral. Y, puede que sea cierto o, cuando menos, la que tengo se encuentra, en la actualidad, bastante averiada. Chatear con uno de los mejores amigos de tu esposo e, incluso, llegar hasta a un conato de envío de nudes, supone suficiente material como para calificarme con el título la peor esposa de la semana, mano bajita.

Y digo, de la semana, porque las hay peores. En serio.

En mi defensa, diré que Jordan no resultó ser el marido que…, un momento, ¿a quién engaño?, jamás pensé que sería el mejor marido que una mujer podría tener. ¿Por qué me casé con él, entonces? Porque lo amo. ¿Acaso existe alguna razón más justificable que aquella?

Había olvidado por completo lo que implicaba tener como pareja a un hombre del calibre de Jay. Me hallaba, por entonces, tan obnubilada por la idea del matrimonio, que una serie de pensamientos irracionales que se apoderaron de mí, durante los siete meses que duró nuestro compromiso, me impidieron recordar lo que había vivido por allá por el 97, 98 y 99, relativo al sinnúmero de mujeres que se esforzaron, algunas en vano y otras no tanto, en quitarme de su camino para atrapar a quien es hoy mi actual esposo.

Una de esas creencias irracionales se trataba de la idea fija de que Jordan no me las jugaría mal, otra vez, y que bastaba mi solo pensamiento positivo para mantener en guardia a las tendencias que ya se veían venir desde la mismísima ceremonia de matrimonio, lugar en el que pude atestiguar, de primera mano, la forma en la que su joven asistente gringa se enjugaba las lágrimas que no acababan de salir de sus ojos, más por un intento de no estropear su maquillaje que por un deseo sincero de ocultar su pseudodesengaño amoroso.

No necesito describirles, a estas alturas, quién es mi marido ni lo que provoca en las mujeres. La ingenuidad de mis altos treintas quiso creer, en su momento, que quizás la edad hizo mermar el potente encanto que Jordan ejercía sobre el sexo opuesto –y sobre el propio, inclusive–. No tomé en cuenta dos parámetros más que importantes: que, para un hombre, el atractivo físico no lo es todo, como sí lo es el poder económico; y que mi marido contaba ahora, a sus cuarenta y tantos, con ambos.

Así que, ya se pueden imaginar a lo que me enfrentaba.

Y todo ello sin contar con que, al ser miembro del cuerpo diplomático norteamericano, habría que añadirle, entonces, el poder político a su hoja de vida. Mi esposo pertenecía, ahora sí, a la élite de La Capital. Y yo, mientras, no había contado con ningún empleo remunerado en toda mi vida.

La asimetría de poder entre ambos se hacía, en consecuencia, cada vez más patente.

Y necesitaba ponerle remedio.

Hadid ya me había ayudado a armar una estrategia de lanzamiento en redes sociales que, por supuesto, no funcionó porque, entre otras cosas, carecía de experiencia laboral. Jordan, en lugar de ayudarme, me apoyaba con una que otra palmada en el hombro y una mirada condescendiente antes de irse a trabajar, y mientras yo tomaba el café y revisaba las páginas de empleos.

Digamos que nunca he sido muy buena para hacer las cosas por mi cuenta, y que he necesitado ayuda, casi siempre, de terceros, para que me sacaran la pata del lodo. Esta vez no fue la excepción. Olimpia me llamó tarde, un sábado de octubre de 2017, para que ingresara a trabajar en el instituto que ella dirigía el lunes siguiente, porque la profesora de Redacción Publicitaria I se había ido, de forma intempestiva, luego de haber aceptado una oferta mejor y sin considerar buscar un reemplazo como un cortés acto de deferencia.

Debí tomar esa señal como lo que era; quiero decir, como una bandera roja.

Olimpia me lanzó al ruedo, prácticamente, sin tener idea del lugar en el que me metía. Y así comencé. No diría que me fue mal: en cuanto pisé la clase, supe que la enseñanza era lo mío. Tal vez no de forma inmediata, pero se entiende.

Ahora, alguien debería advertir a las profesoras que, como yo, aparentamos menos edad de la que tenemos, que los estudiantes podrían llegar a convertirse en un verdadero problema si es que no se les ponía en cintura a tiempo. Pues, bien, a mí nadie me informó un carajo al respecto.

Supongo que me corresponde ahora contar cómo arruiné la única oportunidad laboral de la que gocé, con mayor o menor merecimiento, a lo largo de todos estos años, y la forma en la que tuve que ocultar a mi marido los motivos por los que fui separada de esa innoble institución.

A ese motivo lo llamaré Renato, sí, para ocultar su identidad. Era tan joven que hasta me atrevería a decir que, si lo que ocurrió entre nosotros hubiera llegado a mayores, habría sido incapaz de mirarme a mí misma al espejo por lo que me hubiera quedado de vida.

Fue él quien me dio cacería, ahora que lo recuerdo. Pero fui yo quien se dejó hacer sin objeciones. No sabría decir muy bien por qué. No hubiera podido competir con Jordan ni en un millón de años. Y lo comparo con él, porque hacerlo con Nathaniel, mucho más cercano en edad y, por lo tanto, mucho menos injusto, habría resultado impropio, cuando menos.

Su carisma, supongo que de eso se trató todo. Ah, y que también era un poco manisuelto. Nunca debí darle mi teléfono en cuanto me lo pidió, pero, en mi defensa, diré que me tomó por sorpresa y que supuse, o quise suponer, que su interés por contactarme escondía propósitos meramente académicos.




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