¿Llegué a sentir algo por Renato? Habría ocurrido, sin duda, si hubiese dejado que así fuera. Y, a menudo, lo dejo. No habían pasado ni siquiera unos cuantos meses desde mi matrimonio con Jordan, y ya las cosas comenzaban a tambalearse.
Ni Jay tenía tiempo para la luna de miel, ni yo tenía ganas. Nos prometimos un viaje juntos para el verano que siguiera, de preferencia a alguna isla paradisíaca en el Océano Índico. La experiencia actual me dice que ese tipo de planes no deberían posponerse nunca, ya que la posibilidad de que no se cumplieran se incrementaba con cada día que pasaba entre uno y otro acontecimiento que mermaría las bases del matrimonio de cualquiera.
Alguien debería, por piedad, hablarnos claro sobre lo que significa estar casados.
Se trata, básicamente, de una carrera de obstáculos que nunca acaba. Ni acabará, a este paso, hasta que la muerte nos separe.
Y, quizás, incluso, después.
A veces, y me atrevería a decir que ocurre en más ocasiones de las que me convienen, mis peores pesadillas se hacen realidad. No sé si porque yo misma me sugestiono para que así sean, o si, por el contrario, el destino me lleva a cumplir mis profecías sin siquiera tener un ligero control sobre las circunstancias que las detonan.
Yo diría que se trata de un poco de ambas.
Nunca le he sido infiel a Jordan durante mi matrimonio, quisiera que aquello quedara por sentado. Pero tuve la oportunidad de oro al lado de Renato. Él tenía la capacidad de hacer sentir a una persona como yo –ordinaria, cuando menos– como la mujer con más carisma y atractivo sexual del universo. Bastaba una palabra suya para que mis defensas se escaparan por donde vinieron (si es que alguna vez tuve algunas). Ojalá Jay hubiera sabido cómo tratar así a las mujeres. No, mejor no. De haber sido así, con seguridad no estaríamos casados.
–Licenciada –me decía y, de hecho, continúa llamándome así–. ¿Le gustaría salir conmigo algún día?
Nunca supe si se trataba del chico más popular del instituto, no recuerdo que los muchachos se molestaran en establecer jerarquías al respecto, pero, si lo hubieran hecho, con seguridad él se encontraría en algún lugar privilegiado.
–Disculpa, Renato, pero estoy casada –jamás había lamentado tanto mi estado civil como cuando me vi en la penosa obligación de transparentarla frente a él.
–Ah… –respondía como distraído–. Discúlpeme si le incomodé, licenciada.
La verdad es que no me había incomodado en absoluto. No, al menos, de la forma a la que Renato se refería.
Sin embargo, me buscaba en el almuerzo, que se llevaba a cabo en la mismísima cafetería del instituto, todos los días, sin falta. Excepto, tal vez, los viernes, si a Jay le daba la gana de invitarme.
–¿La puedo acompañar, licenciada? –se sentaba a mi lado con su bandeja puesta, en un interrogatorio que obedecía más a la cortesía que a algún real intento por preguntar primero y disparar después.
–Claro, siéntate.
Hablábamos de las veces en las que nos habíamos enamorado. Le conté de las circunstancias en las que conocí y me casé con mi esposo y no tardó en generarle una penosa aversión.
–Si yo hubiera sido él, jamás en la vida se me hubiera ocurrido traicionarla, licenciada.
¿Cómo podría, si hubiese sido, recién, acaso un bebé tambaleante, en aquel momento? La sola idea de que bien hubiera podido cambiarle el pañal me producía tal repelencia que se convirtió, desde entonces, en mi mantra para prevenir cualquier desliz que Renato, con su consabido don de gentes, hubiese provocado en cualquier momento y bajo cualquier penosa circunstancia.
Pero, a pesar de las reticencias, un hombre insistente es capaz de quebrar las barreras que lo separan de la mujer deseada.
Temí que mis pesadillas se hicieran realidad en la fiesta de la confraternidad anual del instituto. Se supone que los estudiantes no tenían nada que hacer en la misma mesa de los profesores, pero ocurría más a menudo de lo que se suponía que debía ocurrir. En realidad, en aquel lugar, quien no había caído alguna vez, había resbalado. Ustedes saben de lo que hablo. Olimpia incluida. Los chismes que se regaban la incluían como una de las preferidas de los estudiantes destacados. O tal vez era ella quien los prefería a ellos.
Esa fue, precisamente, la razón de mi despido. En realidad, nunca me la dijeron. Pero yo infiero que así es. El hecho de que Olimpia nunca más me dirigiera la palabra después del hecho, solo confirma mis sospechas. Renato era presidente del curso. Quizás no se trataba de un estudiante modelo, pero tenía dotes de liderazgo. Las mismas que lo llevaron a hacerme la conversa, en primer lugar.
–Licen –por entonces ya había relajado un tanto sus maneras–, usted tiene algo que nadie tiene.
–Ah, ¿sí?, y, ¿como qué será?
–Usted es la cuadratura perfecta.
–Ese es un término muy sofisticado. ¿De dónde lo sacaste?
–Lo oí en una TED talk.
–Ajá, y, ¿de qué se trata?
–Usted es culta y, al mismo tiempo, muy inteligente.
Olvidé decir que Renato se pasaba, a veces, con eso de dar coba a sus profesores.