A veces, mi asombrosa capacidad para mirar a otro lado me sorprende en demasía. Quizás la tengo hasta más afilada que la de Jay. Supongo que se trata de una de las competencias que se desarrollan durante un matrimonio precedido de una relación demasiado larga y con grandes intermitencias, interrumpida por hechos tan traumáticos como los que ocasionaron mi primera y gran separación de mi ahora esposo.
Sé muy bien cuándo no debí mirar a otro lado, en lo que a Olimpia se refiere. Octubre de 2017. Yo, recién estrenada en la carrera de Comunicación del Instituto Superior de Ciencias Sociales de La Capital, durante la reunión de bienvenida a los nuevos docentes. Nathaniel, mi amadísimo hijo, que hizo acto de presencia para acompañarme, junto con Jordan, en la reunión inaugural del primer trabajo remunerado de mi incipiente carrera. Y Jay, que llegó después por buscar, en vano, un estacionamiento más o menos seguro para su Maserati Alfieri.
Hay algo que debo afirmar con toda seguridad: mi esposo y mi hijo son motivo de mi más grande orgullo, cada vez que me presento junto a ellos. Puedo recordar con claridad lo que ocurrió esa tarde, en esa fastuosa sala de eventos que a ese instituto de medio pelo le quedaba grande, a decir verdad. En cuanto vi a Nath llegar y pararse, con gesto teatral, en el dintel de la puerta, con su camisa blanca vaporosa, su pantalón negro de corte carrot y su chupete de fresa en la mano izquierda –porque es zurdo, como su madre y su padre–, no pude evitar recordar la primera vez que vi a Jordan, allá por el lejano 1992, y la impresión enormísima que me causó observar esa altivez más que fundada con la que miraba al populacho aquel que no lo merecía.
–Ese es mi hijo –le dije al corro de compañeros y compañeras que me acompañaban en la mesa circular ubicada a unos cuantos metros de la puerta.
Acto seguido, hice a Nathaniel una disimulada seña con la mano para que se acercara. Nunca antes me había sentido más ufanada de tener un hijo como él como en ese momento. Pude ver, de reojo, a Olimpia contener la respiración cuando lo vio. Me atreví a suponer por qué.
Mi angélico hijo, que, para colmo de males, es un caballerito encantador, saludó a cada uno de los presentes con amabilidad y se sentó a mi lado, sonriente, para abrazarme y rascarme la cabeza, como solía hacer de forma cotidiana, con público o sin él.
–Eres tan idéntico a tu papá –dijo Olimpia, sin quitarle los ojos de encima ni disimular su boquiabierta expresión–. Es como una especie de brujería. ¡Si hasta tienes sus mismas expresiones!
Nathaniel sabía de sobra a lo que se referían las mujeres, toda vez que lo comparaban con su padre. Sonrió con picardía, a tiempo en que sacaba su chupete de la boca.
–¿Conoces a mi pa? –preguntó él, tuteándola, como correspondía a un chico de su clase y sus ínfulas.
–Fuimos al mismo colegio –respondió ella–. Aunque él es unos años mayor que yo.
–¿Y tu padre, hijito? –interrumpí su intercambio, para averiguar dónde estaba Jay.
–Sigue afuera, buscando un estacionamiento –respondió Nath–. Y te advierto que está un poco estresado.
No me importaba mucho. Jordan estresado solía ser más sexy que Jordan relajado, en todo caso.
–No he visto a Jordan por lo menos en veinticinco años –dijo Olimpia, como si saliera de su hechizo visual al mirar a mi hijo–. Me pregunto si el tiempo le ha hecho justicia.
–Júzgalo por ti misma –le dije, al ver, desde lejos, a mi marido subir los escalones que separaban la planta baja de la sala de eventos.
Si había alguien que podía superar la impresión que me causó ver a Nathaniel llegar al instituto esa tarde, ese era Jordan: con un trajecito Brioni gris oscuro recién estrenado y sus gafas de Tom Ford –que lo hacían ver como un Clark Kent millonario recién operado de la vista–, ejecutó, casi con precisión matemática, el mismo ritual de sus ingresos dramáticos a cualquier sitio que lo esperaba: pausa en la entrada del lugar, el quitarse las gafas con gesto de supermodelo senior, escanear el establecimiento de derecha a izquierda para encontrar nuestras miradas, emitir un casi imperceptible gesto de sorpresa y sonreírme, para dirigirse directo a la mesa en la que me encontraba.
A Olimpia, por supuesto, se le saltaron los ojos de las órbitas, y al resto de mis compañeras, también.
«Ese es mi hombre», pensé, mientras Jay se aproximaba a mi mesa y todas –y cuando digo todas, no exagero– las personas del lugar lo miraron, sin disimulo, en su trayecto triunfal hacia mí.
–Les presento a Jordan, mi esposo –enfaticé las dos últimas palabras como si no hubieran quedado lo suficientemente claras, en especial para el público femenino.
–Mucho gusto –Jay ejecutó uno de sus diplomáticos saludos generales y se sentó a mi lado derecho, lo que me dejaba en medio de los dos hombres que probablemente eran, si no los más hermosos de La Capital –cosa de la que no cabe duda–, con toda seguridad los más atractivos de esa sala.
Luego de besarme en la frente, para que no se le manchara la boca de mi labial, sonrió a los presentes y su mirada se detuvo en Olimpia, la examinó con medido detalle para luego dirigirse a ella.
–Yo te conozco –le dijo–. No me digas de dónde, tengo buena memoria para las caras.