Instrucciones para restablecer el Destino

73 | Un Audi y mucha culpa

No es que me importe mucho ser el patito feo de mi propia familia. Sobre todo, en comparación. Digo, no hay manera de competir ni con Jordan ni con Nathaniel. Hace años que hice las paces con ese hecho. No importa a cuántos gimnasios vaya ni la ropa cara que me compre, ese par de caballeros y yo no pertenecemos a la misma especie.

Aquello es evidente.

Ahora, quisiera creer que Nath tiene algún remoto parecido conmigo, y tal vez así sea (en las cejas pobladas y refiladas como a lápiz, por ejemplo e, incluso, en su blanquísima sonrisa de mazorca con brackets), pero, en lo que respecta a la opinión pública, yo no soy más que el útero receptor del clon de Jordan, y eso, declarado por el reino con cierta suspicacia.

Pero, de ahí a tolerar que cualquier señora con determinadas ínfulas pretendiera seducir a mi marido por alguna especie de derecho de clase que yo no poseía, pues no. Eso sí que no.

Si ustedes me preguntan qué hice en el momento en el que Renato me hizo saber que Olimpia había ido detrás de Jordan la noche de la fiesta de confraternidad, mi respuesta sería obvia y consistente con lo que hasta entonces había sido mi estilo de vida: dejar hacer, dejar pasar. No porque me hubiera resignado a ser la cornuda crónica de la década, no. Sino porque confiaba en Jordan. Como confié en él durante el 97 y el 98, en su palabra y en su obra.

Olimpia, pese a ser su par de nicho social, tampoco era de su liga. Habría sido exagerado que me sintiera amenazada por ella. Tenía, incluso, determinada fe en el buen gusto de mi marido, de modo que esperé con paciencia a que Jordan regresara de donde quiera que se encontrase (en el baño), para preguntarle en directo, sobre lo que había pasado.

I don’t know what you’re talking about –fue la respuesta que me dio Jay, cuando le pregunté qué se había ido a hacer con mi jefa, y por tanto tiempo.

Olimpia se apareció unos diez minutos después que Jordan, con la cara lavada y aún húmeda por agua que había utilizado, quizás para quitarse, en vano, la borrachera. Jay ni siquiera se percató de este hecho.

No quise indagar más. Simplemente me rehúso a caer en el jueguito de la detective. Además, no nos digamos mentiras, tampoco me convenía hacerlo. Si Jordan se ponía suspicaz, ahí sí que habríamos tenido serios problemas.

Mi esperanza siempre fue que Jay continuara siendo el bateador, y yo, pues continuara siendo yo. No aspiraba a mucho más.

Dos semanas después, Renato aprobaba mi materia con la nota mínima y sin ninguna ayuda de mi parte, mientras que yo recibía una notificación por correo electrónico en la que se me agradecía por mis servicios profesionales, a tiempo en que se me notificaba la no renovación de mi contrato para el siguiente ciclo.

Ahora, no diría que nunca lo vi venir. Cabía esa posibilidad, pero, al menos, Olimpia me lo hubiera dicho cara a cara. Éramos amigas. El rumor entre Renato y yo se había corrido hace meses entre los muchachos del curso. Él se había encargado de desmentirlo, incluso, bajo la amenaza de su puño cerrado, pero el daño ya estaba hecho. Mi sueldo y liquidación fueron cancelados vía transferencia y la entrega de mi escritorio y mi informe de gestión recibidos por el secretario de Olimpia, que con una sonrisa Colgate se despidió de mí, con una copia de mi evaluación docente cercana a la perfección y una plumilla con el logo del instituto en agradecimiento por los cuatro meses de vida laboral más extraños de mi vida.

Demás está decir que no tenía cara para decírselo a Jordan. Despedida de mi primer trabajo –y posiblemente, del único–, luego de un poco más que un reglamentario período de prueba. Se me caía la cara de la vergüenza. No sabía qué era peor: que se enterara de las habladurías sobre mi supuesto romance con el presidente de la clase o que permaneciera implícito que nunca fui tan buena profesora como para que a alguien le temblara la mano a la hora de despacharme.

–No me renovaron el contrato –me vi en la obligación de contárselo a Jordan, entrados ya en el período de receso previo al nuevo ciclo académico, y cuando me preguntó sobre la fecha de regreso a clases. Y en pleno desayuno.

No pude evitar dejar salir unas cuantas lágrimas, que nunca supe bien si obedecieron a una honesta vergüenza o a alguna estudiada hipocresía.

What? –Jay casi saltó de su silla, como si le hubiera participado la muerte de algún familiar–. No puede ser, debe tratarse de un error. ¿Hablaste con Oli?

¿Oli? Bien, tal vez por ahí iban los tiros.

–No, no hablé con Oli. Nunca me dio la cara.

–Hablaré con ella, si quieres.

–Ni se te ocurra, Jordan –esta vez, quien casi salta de la silla fui yo–. Que no estoy en la escuelita.

Mi esposo pareció quedarse realmente consternado. No entendí muy bien por qué, por entonces. Me abrazó para permitirme llorar todo lo que quisiera. Bueno, esas fueron sus palabras. La gente debería saber que no es buena idea darme permiso para perderme en llanto, porque nunca sé ni cuándo ni cómo detenerme. Y mi marido debería tener conciencia de ello.

Bueno, creo que se enteró ese día.

Y se enteró con tal vehemencia que, una semana después, al bajar en la mañana al estacionamiento, con los ojos vendados debido a un inusitado mandato de Jordan, me encontré con un Audi SQ5 último modelo, cortesía de mi amado esposo, por ocasión de absolutamente nada.




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