Instrucciones para restablecer el Destino

74 | Mi siempre abominable primo político

Bueno, hemos llegado a la parte en la que todo se va oficialmente a la mierda. Como si no se hubiera ido ya mucho antes. Desde 1992, si cabe.

De nuevo, alguien debería decirnos que la capacidad para hacernos los locos en las relaciones románticas no sirve de absolutamente nada; tan solo, siquiera, para alargar la agonía de lo que se viene, inevitable, sin que se lo pueda parar.

Como si no hubiera sido suficiente con las más que extrañas muestras de afecto que mi esposo me había procurado unas semanas atrás, con la compra de ese innecesario auto de lujo pronto a desperdiciarse en viajes semanales al supermercado y al dentista, y que me hizo volverme un poco paranoica para que se me quitara luego, a punta de fuerza de voluntad y maratones de series, Jordan me salía ahora con esto.

Es que, en ese preciso momento, me quise morir.

Y todo por culpa del imbécil de mi ahora primo político: el siempre abominable Christian Abadid.

Es indispensable que se entienda el origen de mi aversión por el imbécil, el pal de toda la vida de mi esposo y el causante directo de mi desgracia. ¿Saben? Él es, quizás, el único eslabón que me ha impedido, a través de los años, creer al ciento por ciento en el amor que Jordan profesa por mí. Yo solía decirme, cuando era joven, que si Jay me amara de verdad, habría dejado de frecuentar, de inmediato, al estúpido que me había bulleado con británica sutileza desde que era una niña.

Pero, vamos, no fue algo que le hubiera pedido que hiciera por mí. Quizás esa fue mi falla. Nunca haberle exigido que cortara su amistad con él, nunca instarle a elegir entre él y yo, como cualquier otra novia hubiera hecho. Y ahora me ha tocado pagar caro mi respeto por las decisiones de amistad hechas por mi esposo.

De modo que necesitamos contextualizar. Regresar a inicios de los noventa. A 1992, tal vez. Me disgusta tener que aceptar que recuerdo con claridad la primera vez que vi a ese imbécil. Y fue antes que a Jordan. Supongo que, por entonces, el Abadid ya era amigo de mi prima Paula, porque fue con ella con quien se encontró esa noche, en el mismo barrio en el que vivo ahora, y en uno de los miradores de la ciudad. No tengo la más mínima idea de qué era lo que una niña como yo podía estar haciendo ahí. Lo que me acuerdo es que me quedé guardada en el San Remo de mi prima mayor Kary, quien aquella noche operó como conductora designada, supongo que obligada por sus tías.

Nunca bajé del auto. Me dejaron ahí, solita, escuchando a Depeche Mode para que me distrajera, mientras mis primas y mi hermana se encontraban con sus amigos en el mirador. Recuerdo haber envidiado –tonta de mí– a Paula, porque Christian parecía ponerle mucha más atención de lo que yo misma hubiese esperado. Lo rememoro altísimo, tanto que sobrepasaba al resto de sus amigos casi con la cabeza. Si tuviera que compararlo con alguien, juraría que se parecía a Neil Tennant, vocalista de Pet Shop Boys, pero en versión sexy.

Asquerosamente sexy.

Vestía de total black, con esos abrigos ochenteros de varias capas y telas de caída directa, y ese cabello marrón claro rizado, de un color que nunca antes había visto en vivo y en directo. Su estilo es muy, pero muy diferente al de Jay. Christian parecía un supermodelo europeizado, mientras que Jordan no tenía nada que envidiar a cualquier popstar del momento. Ninguno era más que el otro, por cierto. Tan solo eran distintos.

Físicamente, claro. Porque en cuestión de personalidad, y moral, y demás aditamentos, eso ya era otro cantar.

Aun así, me da la impresión de que a Jay siempre le fastidió que el Abadid fuera mucho más sofisticado que él.

O no sé, tal vez son solo ideas mías.

En ese tiempo no le tenía aversión (todavía), sino más bien admiración suprema. Mis primas y mi hermana hablaban de él como si fuera el galán del momento, Christian Abadid por aquí y por allá, en cada conversación de chicas, metido hasta los tuétanos, y nombrado en especial por mi prima, la Pau.

Todo cambió, por supuesto, cuando lo conocí de primera mano.

Me disgusta la totalidad de momentos que pasé junto a él durante el tiempo en que duró su romance intermitente con mi prima. Pero los peores ocurrieron cuando iba a mi casa con sus amigos. Me remitiré, concretamente, a un evento de 1993, para que se comprenda, a ciencia cierta, por qué me cae tan mal, y por qué jamás le he tenido nada de fe.

Si contar con trece años no hubiera sido suficiente, adicionalmente se hacía necesario lidiar con tipos como ese en plena pubertad. Por entonces, mis gustos musicales se habían orientado al grunge, como le pasó más o menos a la totalidad de mi generación. Sin embargo, desembarazarme de mis resabios pop nunca había estado entre mis planes. Tenía mis placeres culpables, ¿saben? y Magneto era uno de ellos.

No me arrepiento de nada, por cierto.

Nunca me habría atrevido a confesar en voz alta que me gustaban sus canciones, se trataba de una afición de naturaleza doméstica, y confinada a la privacidad de mi habitación. Como en aquellos tiempos no había internet, grabar música en un cassette desde la radio era la moneda corriente de aquellos días. Tener un CD de la banda habría funcionado también, pero, claro, la economía familiar no estaba para esos lujos, por entonces.




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