¿Cómo diablos el imbécil de Christian Abadid se convirtió en mi primo político? Solo a mi prima Paula se le pudo haber ocurrido semejante despropósito. Por su bien, espero que usen doble preservativo para tener sexo. Porque, si no, que Dios se ampare de sus pobres almas y la de sus futuros engendros.
Okey, me pasé. Debo borrar esto.
¿Y cómo demonios se le ocurre a Jordan seguir los consejos de ese tarado? ¿En qué universo paralelo Christian Abadid es una autoridad para las relaciones interpersonales? Es que me quiero morir.
En serio.
Nunca debimos asistir a su fiesta de compromiso, en primer lugar. Pero, supongo que era inevitable. La familia del idiota de reminiscencias brit más estirado del tercer mundo unía lazos con… bueno, con mi familia. Es algo que no se ve todos los días y ameritaba estar en primera fila para atestiguarlo. Una de las estirpes más aristocráticas de La Capital estrechando vínculos con unos descendientes cualquiera de la clase obrera citadina devenidos en pequeño burgueses por la vía de la burocracia dorada. La cara de la británica madre del imbécil no tuvo precio, a la hora de saludar a sus futuros parientes políticos, cuyo tono de piel probablemente consideró una seria amenaza a su pedigrí.
Si hasta sentí alivio de haber tenido un proto-suegro como el embajador, en ese momento.
De cualquier forma, que Christian acabara casándose con una mujer por debajo de sus posibilidades (nótese la ironía en esta frase), era algo de esperarse para el enfant terrible de la familia Abadid-Harper. Lo que da para sorprenderse es que, dado su comportamiento, no lo hubieran ya abandonado a su suerte y en el arroyo, como hubiese correspondido.
Un tipo con estrella, como él, sin embargo, y mimado a más no poder, jamás tendría un destino aciago mientras lo protegieran sus hermanas, su madre y una respetable fortuna que jamás le sería negada. Consideré, entonces, que tal vez, y solo tal vez, por esa última razón, valía la pena que mi prima se casara con él, en segundas nupcias.
Y ojalá que haya firmado un jugoso contrato prematrimonial. Por su bien y el de los suyos. Una puesta de cuernos debería valerle a mi prima una de las haciendas lecheras de los Abadid, cuando menos.
Debí saber lo que se traía Christian cuando preparó ese, ¿cómo lo llamaba con ese acento británico tan posh y trabajado?, nostalgic memorabilia on tape, que mostró a todos los presentes durante su fiesta de compromiso: una recopilación de fotografías y videos del Ultimate Alpha Male Teen Project del Colegio Americano y posteriores, en la que aparecía jovencísimo, junto con sus pals de toda la vida (Jordan incluido), en situaciones más o menos comprometedoras, en dependencia del estado civil de los involucrados.
Así, me acabé enterando del sinnúmero de señoritas que le solían hacer la corte a mi marido, antes, durante y después de nuestro noviazgo. Fotografías y videos de fiestas a las que yo no había sido invitada o que, de plano, ni siquiera me había enterado de su existencia. Jordan veía a la pantalla gigante con una mezcla de estupor e incomodidad, a tiempo en que me abrazaba por la cintura y me besaba en la mejilla para evitar que mi contrariedad se hiciera patente entre los invitados.
–That was long time ago, babe –me decía, como si no pasara nada.
–And that was nothing –continuaba–. Puedo explicarlo.
Pero solo cabía una sola posible explicación para el extraño acontecimiento narrado a través de imágenes, a vista y paciencia de todos los presentes: con seguridad, el Abadid no era nada más que un psicópata integrado, demasiado encantador como para recibir una llamada de atención –o puteada– pública, y demasiado inteligente como para nunca hacer algo lo suficientemente evidente para ganársela.
Y con toda probabilidad me detestaba. Tanto –o quizás más– que yo a él.
Ambos, en todo caso, teníamos muy claro el porqué.
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Pero la estocada final que ese imbécil le propinó a mi matrimonio se realizó –qué ironía– durante su matrimonio. La boda de ese par de giles se celebró en enero de 2018. Nathaniel, incluso, retrasó su partida a Harvard para poder asistir.
Obviamente, ambos se empeñarían en hacer de su boda un evento mucho más fastuoso que el que nos ocupó a mi esposo y a mí. En condiciones normales, habría dicho que me tuvo sin cuidado, pero, al tratarse de las segundas nupcias de mi némesis con mi querida prima, se hacía imposible no tomarse a título personal cada una de las acciones llevadas a cabo para opacar la boda de Jordan y Brenda en el 2017.
Celebrada, esta sí, en una capilla menor de la Iglesia de la Compañía (que por suerte no llegó a incendiarse, por enésima vez, en el momento en el que un tipejo del calibre del imbécil se atrevió a poner un pie en ella), me llegó a causar repulsión ver a Christian, en su pose de ángel caído en rehabilitación, ejerciendo la lectura de unos votos conyugales que, dado su contenido y salidos de su bocota, resultaban, cuando menos, estrambóticamente absurdos. Juramentos de te-seré-fiel-hasta-que-Dios-me-arrebate-la-vida-en-la-riqueza-y-en-la-pobreza-hasta-que-la-muerte-nos-separe. Digo, ¿quién carajos iba a creer semejante barbaridad? Si yo, que no soy creyente, hasta sentí un poco de pudor por la falta de respeto hacia los rituales religiosos que profesaba ese tipo, cada vez que abría el hocico para performar su papel del ¿católico? noviecito modelo. Me pregunto, ¿qué mierda pensarían los demás, quienes en realidad lo conocen?
Me daba asco, en serio.
Y, por cierto, ¿qué los ingleses no son anglicanos?
Lo mejor de esa maldita boda fue cuando el cura, al final, nos otorgó la libertad para largarnos de ahí. No podía creer, hasta el momento, que mi Jay se hubiera prestado como padrino del novio para semejante mamarrachada. Barroca como la iglesia que nos acogía; absurda y kitsch como lo que vendría después.