Método de dilatación temporal. Sí, es una técnica narrativa diseñada para procrastinar a través de la escritura. Para irme por las ramas, para evitar abordar lo que, en realidad, me duele.
En todo caso, se trata de una procrastinación productiva, vaya.
Pero, al punto, que no podré posponer esto mucho tiempo.
La recepción de bodas de mis primos fue el epítome del exceso: una banda indie tributo-al-brit-pop-guayaca, un DJ que, al parecer, tenía prohibido insuflar reguetón, bachata y otros ritmos del Caribe en el repertorio musical de la fiesta. Una torta de bodas al estilo rococó, acorde con el espíritu de los tiempos (excesivo, corny y un tanto anacrónico), y no sé por qué escribo esto, ya que, de todas maneras, continúo procrastinando.
Ah, ya lo recuerdo. Porque bailaba con Jordan. Sí, cómo olvidar ese momento.
Y no lo olvido porque Nathaniel y Gala, la hija de Christian, se aficionaron mutuamente, mientras yo no daba crédito a la forma retorcida en la que mis pesadillas se volvían realidad, una a una, frente a mis ojos.
–Necesitamos parar esto, Jay –le dije a mi esposo, mientras bailábamos y mirábamos bailar, en un sentido casi impropio, a mi hijo y a su prima política en segundo grado–. No me pienso hacer responsable de lo que pueda ocurrir.
Aunque, en realidad, la sola idea de que mi hijo comprometiera su ADN con el de la hija de mi enemigo, era lo que en realidad me espantaba.
–Hard agree –respondió Jay–. Tampoco me quiero acabar endeudando con mi pal–. Pero, luego, necesito hablar contigo, nena.
Jordan hizo, de nuevo, su seña en V a los ojos de Nath, para que mantuviera distancia de la chica y no se le ocurriera llevarla al oscurito, como supuso que sería, eventualmente, su plan. Me dejó unos minutos sola para acercarse a nuestro hijo y hablarle al oído. Vi a Nathaniel asentir mientras sonreía con malicia, y se dirigió, luego, llevando del brazo a su chica, a la mesa de mis padres.
–Eso los mantendrá tranquilos por un rato mientras hablamos –me dijo Jay, en cuanto regresó a mi lado–. Come on, nena, salgamos de aquí.
Me llevó a alguno de aquellos patios andaluces de las casas neocoloniales que abundaban en el centro histórico, y cómo no, en la Casa Larreátegui. No entiendo muy bien cuál es el mensaje codificado que el universo me quiere enviar cada vez que un acontecimiento ocurre en ese tipo de lugares. La primera vez fue en la casa de Gaby, cuando Jordan me pidió perdón, por fin, luego de quince años. La segunda, sin embargo, no sería tan amable.
No mentiré. Cada vez que alguien dice que necesita hablar conmigo, las posibilidades de que la noticia augure algo bueno o, al menos, poco desventurado, no suelen ser muy elevadas que digamos. Me puse en guardia de inmediato, a pesar de que el lenguaje corporal de mi esposo parecía más bien relajado que otra cosa. Supuse también que los double vodkas que se había tomado tuvieron algo que ver en el asunto, por otro lado.
–Siéntate, nena –me llevó a una de esas bancas de piedra del siglo XIX, que te congelaban el trasero como si fueran el asiento de una heladera–. Jordan me abrazó, para evitar, en lo posible, el frío de la noche capitalina.
Y funcionó.
No sé cómo voy a redactar esto sin llorar mientras lo hago. Pero, lo intentaré. Eso espero.
–Antes que nada –comenzó a hablar mientras mis rodillas temblaban y él las sobaba para evitarlo–, déjame decirte que, pase lo que pase luego de esta conversación, jamás te voy a abandonar. Te lo juro. Siempre serás mi reina.
Ese comienzo no pintaba para nada halagüeño. Se me llenaron los ojos de lágrimas, enseguida. No supe muy bien por qué, pero sabía de lo que se trataba. Digo, creo que mi inconsciente lo vio venir, de alguna forma.
–He estado pensando –continuó–, luego de mucho meditar en esto, nena, que tal vez es hora de intentar otro tipo de… estrategias.
–¿De qué estás hablando? –Ya no pude aguantar el llanto. No se trataba de un sollozo, siquiera. Solo lágrimas corriendo por mis ojos, como un grifo mal cerrado. Así, más o menos. Jordan me las enjugaba con sus pulgares, a tiempo en que me besaba la frente, las mejillas, y hasta la nariz mocosa. Con esa técnica, se hallaba difícil negarse a sus peticiones o, por lo menos, a escucharlas.
–Tú sabes que ambos lo hemos intentado, a nuestra manera –continuó.
–¿Hemos intentado qué?
–Ejercer nuestro papel de esposos fieles.
Yo no lo había intentado, mierda. Lo había conseguido. Y, además, ¿cómo se enteró él que yo también batallaba con mis íncubos, por mi lado? Bueno, supongo que no es tonto, que tiene experiencia y, en consecuencia, es bastante capaz de atender a las señales.
–¿Sin éxito? –le pregunté yo, como para que me dijera, de una vez, que me había puesto los cuernos.
–Yo he podido resistir hasta ahora –respondió él–. Pero no sé por cuánto tiempo. ¿Y tú?
No sabía qué responder. O, mejor sí. Claro que hubiera podido hacerle frente a cualquier pendejo que quisiera vulnerar mis votos con Jay. Lo había hecho y había triunfado. No veía por qué no podía continuar con mi buena racha, para siempre, de haberlo querido así. Pero mi orgullo podía más. De modo que, respondí lo que a una soberbia como yo le correspondía.
–Tampoco sé hasta cuándo podré resistir.
–¿Ves? –me dijo, sonriente–. At least, we’re on the same page this time.
«No tienes ni la más puta idea», pensé. Sin decir nada, por supuesto.
–¿Cuál es tu propuesta? –pregunté. No tenía caso seguir dilatando el prólogo de aquella infame charla.
–Que abramos nuestra relación.
¿Abrir nuestra relación? Alguien debería decirle a esta gente progre de pacotilla que una frasecita como esa rompe muchos más corazones de los que pretende salvar. En serio.
–Y, ¿por qué me lo pides aquí, así… y ahora? –le dije. Había encontrado el momento menos oportuno para hacerlo. ¿Cómo iba a dar la cara después del llanto desesperado que acababa de ejercer, y en plena boda del imbécil? Con seguridad, le daría pie para que se me riera en la cara.