Se hacía necesario despachar pronto a nuestro hijo. Tenía que largarse a Harvard, pero ya. Para así poder ejercer nuestro papel de amantes insensatos sin pensar en las consecuencias domésticas del hecho.
No se crea que, debido a mi fracaso en lo de Gaby, pensaba detenerme. Bueno, eso había sido un escollo, sin duda. Pero necesitaba más. Ya me contentaría con ella. Ya lo había hecho antes. No me quitaba el sueño, la verdad. El hecho de que a mi esposa le empezara a gustar esto del poliamor, por otro lado, sí.
I’m so selfish, lo sé. Tengo guardado en mi calendario la fecha de partida de nuestro hijo: viernes, 2 de febrero de 2018. Ya se estaba tardando un poco, ¿sabe? Un semestre, para ser exactos.
Le habría organizado una fiesta de despedida, pero, dados mis antecedentes, supuse que pudo haberse prestado para más de una interpretación (y no de las amables). En especial, por parte de Nath. Así que, mejor, se lo compensé en un incremento de su mesada.
No fue difícil predecir lo que significó para mi esposa la ausencia de su hijo. Ya se vio venir en el aeropuerto. Tuvo que tomarse calmantes para no quebrarse ahí mismo.
Y quiero creer que lo que hizo luego, lo hizo producto de su descompensación emocional, misma que yo no pude llenar. Y no porque no quise, sino porque no pude. Nunca he dado la talla en lo que respecta a Brenda, eso lo he tenido siempre bien claro. Soy un canalla consumado, no tengo moral, soy egoísta. Y, sí: me victimizo.
No es buena idea revisar el celular de tu mujer poliamorosa. Eso estaba en nuestro acuerdo. Pero se fue al carajo el dichoso acuerdo en cuanto yo me dediqué a mentir a Brenda para salirme con la mía en lo que respecta a Gaby. Una vez que los pactos se rompen, se pierde el respeto por ellos.
A Brenda la privacidad de sus llamadas y mensajes le tenía sin cuidado. En eso nos diferenciábamos mucho. Yo hasta tenía la clave de su teléfono, de la que nunca abusé ni hice uso, hasta entonces. Ella dejaba su cellphone ahí, a merced de los elementos, mientras se iba a bañar o a cambiar de ropa. Era ese el momento en el que aprovechaba para revisar sus conversaciones con el Rui ese. Sucedían durante mis horas laborables, por supuesto. Al menos le doy el crédito de que esa parte del trato sí se respetaba, pero se supone que yo no debía enterarme porque estar esculcando entre sus cosas no formaba parte de nuestro freelove deal.
Pero, como a mis planes me los llevo por delante, y bajo la gracia de mis propios errores, pues así me iba.
En el pasado, mi programa estratégico consistía en ver a Nath tomar su vuelo a Boston en clase ejecutiva, para, ahora sí, cogerme a mi esposa con toda libertad, a todas horas y bajo los términos que yo hubiera querido. Eso parecía ahora pertenecer a un pasado remoto. Porque, por el 2018, en lo último que pensaba era en ella. O en ella cogiendo conmigo, si se me entiende.
Lo que sí me comía la cabeza, por otra parte, era la idea de Rui sobre ella, la posibilidad de él haciéndole las cosas que yo le hacía, pero mejor. Todo ello por considerarla una novedad y viceversa. Esto último más que nada. Novelty in sex is everything, doc. Era imposible competir contra ello.
No se podría decir que su intercambio de mensajes era impropio. Y eso era lo que más me incomodaba. Ambos hablaban por horas, de temas que Brenda no trataba conmigo, ni por asomo. Se habían hecho amigos, amigos de verdad. Los mensajes de texto se transformaron en grabaciones de voz. Ella le decía, en una de ellas, que le gustaba escuchar cómo hablaba, su acento extranjero apenas perceptible para mí, pero que me obligué a descubrir, a raíz de ese hallazgo.
Todo eso era muy peligroso, doctora. Brendita es demisexual, y ese depredador lo sabía. Yo soy hombre, conozco esa estrategia. Les dicen lo que quieren escuchar hasta que se las llevan a la cama. Y yo no quería que mi Brendy tuviera un desengaño amoroso. Wait a second… ¿escuchó lo que dije? Como si lo que le estuviera contando no fuera ya lo suficientemente surrealista.
Proteger a mi esposa de sí misma… y de ese. En eso se transformó el inicio de mi caída en picada. Esa fue, por supuesto, la excusa para otra cosa. Usted sabe para qué. No necesito decírselo.
Admito que usé a Gaby, de nuevo, para acercarme a aquel individuo. Y también porque me gusta mucho, lo admito. Se puede estar interesado en alguien y utilizarlo al mismo tiempo para servir a tus intereses. Ahora que lo pienso, es más común de lo que uno se imagina.
Hubo una segunda sesión swinger. No me tomó mucho convencer a Gaby de que así fuera. Esta vez, mi esposa no opuso resistencia. Sé bien cuándo actúa. Puedo leer sus signos corporales: saltó apenas cuando se lo propuse. Miró para otro lado, apretó los labios, se hizo la molesta. Fingió bien, pero, por entonces, ponía demasiada atención a sus señales para comprender hasta qué punto estaba enganchada a ese pendejo.
La verdad es que le gustaba mucho más de lo que mi ego es capaz de procesar, incluso ahora.
Establecimos nuestro segundo encuentro en mi casa, como si la tortura de verlos juntos por sí sola no fuera suficiente. Ahora Rui conocería su casa (nuestra casa), su cama (nuestra cama). Yo me quería morir, pero acepté, porque fue idea de Brenda.
Ella cocinó, ella cambió las sábanas por unas nuevas (y de seda), ella acudió a una sesión dermatológica con previa cita. Que yo supiera, nada de eso lo había hecho en el pasado para impresionarme. El musiquito la emocionaba, vaya.
Yo nunca me hubiera molestado en hacer preparativos así de elaborados para Gabriela (excepto lo del manscape, que sí lo hice alguna vez, y no me enorgullece, exactamente), pero soy hombre, así que, supongo que no tiene sentido comparar.
Existen detalles de los que me acuerdo con poca claridad, pero están ahí: Brenda recibiendo a Gaby y a Rui con esos abrazos que en ella se adivinan un poco forzados, pero que, ya vistos en contexto, tal vez hasta eran sinceros; Rui mientras me apretaba la mano con efusividad, tomándome del brazo al mismo tiempo, como gesto de afirmación de poder, you know, como los que usan los presidentes, o hasta los diplomáticos, como yo, para establecer quién es el alfa de la manada y bajo qué términos; mi esposa al servir la comida a Rui primero y a mí después; su sonrisa inusitada, a diente pelado, como si no supiera que ella no es de las personas que sonríen con facilidad; esos toqueteos, en apariencia inocentes (en el hombro, en el brazo), que me permitían atisbar la complicidad de ambos e, incluso una precaria cercanía que adivinaba trabajada ya con anterioridad.