Conseguir algún amante mientras atraviesas una doble etapa de negación parecería ser un total despropósito. En todo caso, es mejor que desarrollar comportamientos controladores e inseguridades frente a las actitudes de mierda de tu pareja, digo yo.
No había leído todos los libros sobre estoicismo aplicado al individuo del siglo XXI para que dejara de sacarle un partido aceptable a esta situación. Amor fati, reza una de sus máximas: amor al destino. Es irónico que esa palabra, destino, se encuentre tan eternamente ligada a las malas decisiones de Jordan, de las que yo he sido, históricamente, su víctima y principal acreedora.
Pues bien: no más, carajo. Mi marido ya se iba a enterar de lo que una mujer como yo podía ser capaz, si se lo propusiera. ¿Si se propusiera qué, preguntarán? Pues amargarle la existencia, pero no a costa de mi propia inmolación, no. Sino lo contrario, a través de una nueva construcción de mí misma.
Una construcción mía sobre las ruinas de él, a manera de cimientos. Si es que fuera necesario.
Ni era tan dócil ni tan sumisa como para seguir, al pie de la letra, los consejos que mi marido me había dado para dejar de estigmatizar tanto al poliamor. Leer la Ética Promiscua nunca estuvo entre mis planes. Tengo suficiente formación en el tema como para afirmar, sin temor a equivocarme, que acabaría brindando servicios sexuales a más de dos hombres al mismo tiempo –y uno de ellos sería Jay, por supuesto– a cambio del doble de irresponsabilidad afectiva y falta de cercanía emocional.
Y de ninguna manera intentaría establecer ningún vínculo romántico con otra mujer, porque lo más seguro es que ella acabaría, también, tan herida y utilizada como yo (por parte de Jordan, por supuesto).
Mis resistencias hacia esa práctica posmoderna siempre estuvieron fundamentadas en la experiencia propia y ajena. Y, para mí, con eso tenía suficiente. Ahora, solicitar el divorcio nunca fue una opción. Bueno, decir nunca es exagerar. Lo había contemplado en el pasado, claro, en medio de innumerables escenarios hipotéticos que ponían a Jordan, por ejemplo, en prisión, o acusado de crímenes de lesa humanidad y huido, en la clandestinidad.
La verdad sea dicha, nunca estuvo entre mis planes separarme de mi marido. Y la propuesta de abrir nuestra relación –y la aceptación de mi parte– confirmaría mi irreductible convicción de tantear los límites de mi matrimonio hasta sus últimas consecuencias.
Ya vería cómo resolverlo por mi lado, me refiero a eso de los celos y las inseguridades varias.
¿Qué era lo que correspondía, entonces? Pues buscarme un tinieblo, ¿qué más? Ahora que leo lo escrito, suena mucho más fácil cuando proclamas en voz alta alguna declaración determinante que, de otro modo, no te la creerías ni tú. Otra cosa es, sin embargo, llevarla a cabo.
Tenía opciones, que no se diga que no. Estaba Hadid, aunque, claro, había que considerar el pequeño detalle de que me había hecho ghosting hace rato. Me pregunté qué pasaría si le escribiera, por si acaso, así, como para tantear el terreno. No pude soportar la sola idea de que me dejara en visto otra vez.
Ni había borrado su número ni él me había bloqueado. Tampoco habíamos dejado de formar parte de los contactos del otro en redes sociales. Tan solo no hablábamos más. No nos dábamos likes, ni visualizábamos nuestras mutuas historias, ni nos encantaban las fotos del otro. Es más, ni siquiera nos seguíamos.
Por mi parte, borrar su número no tenía sentido porque me lo sabía de memoria, así, que, nada. Contactar a uno de los mejores amigos de Jay para sentarme en su cara de vez en cuando hubiera sido un golpe maestro al ego de mi esposo, pero no me encontraba ni dispuesta ni era lo suficientemente valiente como para aceptar otro silencio incómodo de parte de Had.
De modo que abandoné la idea tan rápido como pude. Para evitarme malos tragos.
Estaba, también, Alexis. Pero, vamos, sin decirnos mentiras, él jamás volvió a hablarme luego del incidente en la casa de Gaby, en donde Jay destruyó el guardachoques de su amadísimo Peugeot-modelo-ya-no-me-acuerdo.
Y de eso ya habían transcurrido tres años, más o menos.
Escribirle también habría consistido en un acto de desesperación y valentía supremas. Y no había manera de que mi estado mental calibrara ambas variables en su dosis perfecta como para atreverme a llamarle. Además, mientras intentaba acaparar el coraje necesario para fantasear con escribirle y que me contestara a los dos minutos como máximo, al mismo tiempo, mi yo menos optimista me presentaba los hipotéticos peores escenarios posibles en los que me dejaba en visto –en el peor de los casos–, o en los que me contestaba con improperios (en un supuesto no tan grave, después de todo).
En todo caso, la indiferencia de Alexis habría sido su más obvia apuesta y la puñalada más dolorosa de las múltiples opciones presentadas en mi cabeza. En consecuencia, tampoco lo llamé ni le escribí.
La verdad es que primero muerta antes que haber hecho algo así.
Y, bien, se me habían acabado las opciones obvias. Estaba Renato, pero, vamos, se trataba de un chico dieciséis años más joven que yo, y que había perdido el interés en mí apenas me largué del instituto en el que le daba clases. Con seguridad se habría reído de la pobre señora desesperada por ponerle los cuernos al marido con cualquiera.