Siempre he pensado que se necesita de una muy elevada inteligencia emocional para poder sobrellevar una relación poliamorosa con un mínimo de dignidad y sin perder la cordura en el camino. Por la misma razón, jamás se me pasó por la cabeza el ejercer semejante reto por mi propia voluntad. Ustedes sabrán inferir por qué.
Pero la decisión ya estaba tomada. Jordan había decidido por mí. Un trío, ni más ni menos, con la mujer con la que, con seguridad, se había acostado en algún punto entre 2014 y 2018. Con una apreciada amiga mía, ni más ni menos.
Ahora, no diré que Gaby no me pareciera sexy. Y tampoco diré que no me preocupó que ella no me encontrara atractiva, también. La verdad es que no tengo muy claro qué fue lo que ocurrió ahí, pero, si se me hubiera propuesto un ménage à trois con ella o con cualquiera unos meses antes, nunca me hubiera atrevido a considerarlo, siquiera.
Pero, esta vez, las reglas del juego dictaban algo diferente.
Lloré durante dos días más: martes y miércoles. Claro, delante de Jay. Tenía que saber lo dolida que me encontraba de que necesitara de otra persona adicional a mí para satisfacerse. Si lo veo en retrospectiva, la verdad es que todo eso no fue más que un teatro barato de mi parte. Tenía su fracción de verdad, no lo niego. No ser suficiente para tu esposo siempre supone una herida al ego. Pero, ya que estábamos en estas, había que sacarle el mejor partido posible al hecho.
Como dicen los estoicos, hacer lo que se puede con lo que se tiene. No sé si eran los estoicos, la verdad.
Creo que sí.
En fin, el miércoles me decidí a aceptar su petición. Se lo participé a Jay. Le faltaron manos para confirmar nuestra cena con Gaby vía celular, y todos contentos.
Entré en pánico esa misma tarde.
Mi amiga escritora tiene lo suyo. Nos parecemos en el aspecto físico de muchas formas: somos un tanto desaliñadas, medimos y pesamos casi lo mismo, y nuestro fenotipo es similar. Pero hay algo que ella tiene y que yo no. Mi hermana dice que se trata se sex appeal.
Y yo concuerdo con ella.
Estoy consciente de que es una cuestión de actitud, y que performarla supondría, para mí, convertirme por un momento en una persona que no soy. De modo que acepté mi destino de mujer sin gracia y me embarqué en manejar aquellas variables que sí se encontraban bajo mi control: el vestido, el peinado, el maquillaje y la depilación.
Solucionado todo esto, no me quedó más que seguir a mi marido en su Maserati Alfieri hacia La Floresta, el barrio de aburguesados intelectualoides en el que mi amiga habitaba, en el segundo piso de una casa inventariada como patrimonio arquitectónico, y que comenzaba a disonar con la cantidad de edificios contemporáneos que poblaban el antes tradicional vecindario.
Fue Gaby quien salió a abrir la puerta del garaje para que nuestro auto aparcara. Se la veía casual, como si hubiera llegado recién de la calle. El hecho de que aquello no le quitara ni un ápice de su atractivo me provocó vergüenza inmediata de mi trabajado acicalamiento.
Supuse que ella se daría cuenta de la excesiva preocupación por verme bien para el encuentro, e intenté despeinarme un poco, como para disimular el hecho de que había previsto desde el tono del esmalte de mis uñas (rubi red) hasta la fragancia de mi desodorante íntimo (lavanda y caléndula).
Pero ya era demasiado tarde. Necesitaba salir del auto y olía demasiado bien como para que mi interés por agradarla pasara desapercibido.
Saludar con efusión se me da bien cuando el afecto es sincero. No era el caso, así que tuve que disimular. Fingir, esa es la correcta elección de palabras.
Gaby me caía mal, pero no podía negar mi embeleso por ella. Y me enojaba este hecho. No podía culpar a Jordan por admirarla, tampoco.
Ojalá que ella hubiese sentido lo mismo por mí. No lo sabría decir, nunca lo supe.
Y les diré por qué. O por quién.
Rui, ese es su nombre artístico. Lo dejaremos así, como para no alimentar especulaciones. O para alimentarlas, lo que suceda primero.
Nos esperaba adentro, en el departamento amplísimo, abrigado apenas con una improvisada fogata de la única chimenea que creo que seguía de pie en La Capital. Olía a eucalipto y a palo santo. Algo así como a sauna gay y a procesión de Semana Santa en la misma geografía. Ninguno de los dos aromas despertaba mi libido, por cierto.
Pero la temperatura era amigable, así que entré, lo saludé con beso y me permitió sentarme a su lado. Supuse que Jordan lo sabía porque no se sorprendió al verlo, ni se molestó, que es lo que yo hubiera esperado de él.
Olía a marihuana. No me refiero al ambiente, sino a Rui, a su cabello rizado y a su ropa. Me transportó enseguida a mis años de universidad, cuando fumábamos en un intento por ser cool, pero sin éxito. Se notaba a leguas que se trataba de solo un muchacho que no llegaba ni a los treinta. Nunca se lo mencioné.
Me pregunté si él también habría querido parecer cool, o si lo suyo era ya un hábito consumado. No era asunto mío, de cualquier forma.
Gaby nos sirvió la cena, que consistía en champiñones rellenos de requesón, alcaparras y especias. Todo acompañado de abundante vino tinto. Pinot, para ser exactos. Me quedé con hambre, pero supongo que ese era el plan. Emborracharme, por otro lado, sería mi carta segura para sentirme cómoda en compañía de mi marido, una amiga y un extraño, y muy lejos de mi guarida habitual.