Instrucciones para restablecer el Destino

87 | Ten cuidado con lo que deseas

El poliamor en el matrimonio es un juego peligroso, en especial, para alguien como yo, que se enamora del primer individuo que le presta la más mínima atención. Y, si mi marido se había propuesto suministrarle sus favores a otra, pues lo justo sería que yo hiciera lo propio con el marido de ella.

Y eso hice. O, mejor dicho, él me lo hizo a mí.

Fue el trago. Siempre se trató del trago. De otra forma, no habría manera de que mi blusa se hubiera escapado de su lugar. Lo sé, soy una mojigata reprimida que burla sus inhibiciones con un par de cervezas o copas de vino. Pero eso lo sabían desde el principio. Nunca se los negué. Lo supieron desde el primer párrafo de este escrito. Y lo sabía Jordan, vaya.

Porque soy un maldito libro abierto, para mi desgracia. Qué le vamos a hacer.

¿Saben cuál fue mi castigo para semejante atrevimiento? Bien, pues, no estuvo tan mal, después de todo. De hecho, fue hasta disfrutable. Lo que sí me quedó claro es que a Jay no le hizo nada de gracia que uno de los dos tuviera un orgasmo aquella noche y que no haya sido él ni su autor ni su beneficiario.

Lástima, se lo veía tan comprometido en sacar adelante los nuevos términos de nuestra relación abierta, que hasta sentí un poco de penita cuando la cara de insatisfecha de Gabriela me despidió aquella noche, con su entrecejo fruncido de forma tan dramática que hasta parecía que quería participarme de su descontento con dedicatoria.

Llegamos a nuestro departamento en ¿cuánto?, cinco o diez minutos, tal vez. Jordan permaneció en silencio, antes, durante y hasta después del trayecto. Tal vez uno que otro bufido cuando el semáforo en rojo no le permitía avanzar, pero nada más. ¿Yo? Me dediqué a aplicar una variante light de la estrategia de la zarigüeya; esto es, me hice la dormida para evitar cualquier aspaviento.

Fue una exageración de mi parte, por cierto. Jordan no me hubiera hablado ni aunque hubiésemos viajado a las nueve de la mañana.

El trayecto desde el estacionamiento hasta el ascensor, y desde ahí a la puerta del depa resultó, quizás, el trecho más largo del camino. Como implicaba moverme, hacerme la muerta no tenía cabida, de modo que mi cabeza ladeada hacia cualquier lado menos a Jordan se convirtió en mi mecanismo de defensa, para evitar cualquier conato de contacto visual.

Cuando el ascensor se abrió, respiré tranquila. Solo faltaban unos cuantos pasos para llegar a la puerta. Jay la abriría, y cada uno a lo suyo: no sé, ir al baño, lavarnos los dientes, cambiarnos, acostarnos en la cama y dormir, de espaldas, uno a uno en su respectivo lado.

Ese era el plan que yo tenía en mente. Pero Jordan había pensado otra cosa, o tal vez se le ocurrió sobre la marcha, quién sabe.

De todas formas, se le agradece.

La puerta del departamento fue abierta. Se trataba de una de las responsabilidades de mi marido. Lo mío era cerrarla, siempre. Me tomó de la mano, con una inusitada fuerza que hizo que el departamento quedara abierto de par en par. Me llevó a la habitación. Esta vez, Jordan cumplió su ritual previo a la intimidad, que había practicado, al menos conmigo, desde 1998: asegurar el cuarto y cerciorarse tres veces de que no abriera. No entiendo por qué, si estábamos solos.

Me llevó al baño, lo primero que me quitó fue la blusa y el brasier. Luego, la falda (sí, comencé a usar falda). Mis tacones T-strap, mis medias nylon, mi panty. Abrió la ducha y me metió ahí, antes de que el agua calentara. Esa fue, tal vez, la única parte que me disgustó del que, a partir de entonces, se convertiría en nuestro nuevo ritual post-coito.

Pero la temperatura de la ducha caliente se estabilizó rápido, mientras él se quitaba la ropa. Entró conmigo, algo que no habíamos hecho ya desde hacía unos tres meses. Lo primero que hizo fue enjabonar mis pechos, tallarlos, incluso, hasta dejarlos enrojecidos. No es que doliera, pero creo que pudo haber sido menos… vehemente.

Luego fue directo a la cara, a las manos, a la boca. Al cabello, a la espalda hasta su final. Después pasó a mi entrepierna y se detuvo ahí. Digamos que se tomó su tiempo, pero no para provocarme un orgasmo, exactamente. Entiendo que quería quitar de mí todo rastro de mi excitación previa. Luego bajó a mis muslos, a mis piernas, a mis pies. Regresó a mi vientre y a mi torso.

Cerró la ducha y me obligó a salir. Sin toalla, mojada y fría. Extrañé el calorcito del vapor del baño cuando de forma abrupta me vi en la resequedad de la habitación. Jordan me levantó con un solo brazo y me arrojó a la cama. Así pasaron tres horas. Sí, porque las conté, porque jamás había tenido sexo por tanto tiempo con una persona y de esa manera.

Al día siguiente, con un gran resfriado, Jordan se despidió de mí con un beso en la frente. Se atrasaba al trabajo y no pude prepararle el desayuno. Tampoco habría podido pararme y caminar, si les soy sincera.

Si me preguntan sobre lo que pienso al respecto, no sabría decirles muy bien ni cómo me sentí ni lo que siento. A veces el placer y el dolor maridan de una forma en la que no comprendes cómo lo uno llevó a lo otro y por qué ya no se pueden diferenciar en cierto punto.           

Pero, si no lo hubiera disfrutado, con seguridad no escribiría sobre esto. Solo tenían que saberlo. Y yo tenía que saber que a Jordan no le fue indiferente el ejercicio pleno de mi poliamor frente a él. A ver si a la próxima se le ocurría que rompiéramos las reglas, de nuevo.




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