Instrucciones para restablecer el Destino

88 | Amistades peligrosas

Hacerte amiga de tu amante entraña sus riesgos. Como unos plebeyos y sudamericanos Marquesa de Merteuil y Vizconde de Valmont, los acontecimientos podrían fácilmente degenerar en un desbarranco sin más perdedores que los propios involucrados.

Hablo de Rui y de mí.

Cuando se trata de mezclar amistad y sexo, por otro lado, soy un cero a la izquierda. Y es que la amistad no tiene cabida para mí en una relación como esas. La desplazará siempre el enamoramiento –no digo el amor, ojo–, esa sensación de que en cualquier momento la burbuja se romperá y tú con ella, pero, mientras tanto, te extravías en la embriaguez del helio que la ha inflado.

Rui era bueno para el diálogo. Y a mí me pierde el lenguaje. Eso se podría traducir en un grave problema. Para mí, por supuesto. Porque, ahora que lo pienso, quizás para él no tanto. Quiero decir, Rui era un hombre de muchos amigos; un tipo de mundo, vaya. Dueño de una inteligencia callejera e intelectual, y me doblaba en experiencia sobre la vida. Al menos, esa era la imagen que tenía de él.

Yo, apenas si tenía amigas. Y me daba pena escribirles porque creía que las molestaba. Sí, se trataba de ansiedad social.

Y de un grave complejo de inferioridad.

Él, por otro lado, con seguridad se escribía –y se veía– con más de una a la vez. Yo no quise preguntar. No quería parecer ni celosa ni territorial. Además, todo ello habría estado fuera de lugar, cuando menos.

–¿Podemos vernos? –ese mensaje que me envió aquella tarde, distaba por mucho de sus habituales diálogos, reducidos a intercambios pseudo intelectuales que delataban que solo había llegado a leer a los modernos en literatura.

–¿Qué? –salté del asiento en cuanto recibí el mensaje, y casi me caigo de este cuando lo leí.

–¿Tiene algo de malo?

Si no me equivoco, eso no vulneraba, en lo absoluto, mis acuerdos con Jay. Sin embargo, me vería en la penosa obligación de decírselo. Y, por entonces, no estaba tan segura de que él lo pudiera tomar con filosofía.

–No, no, para nada –le respondí, como para contestar algo, luego de unos minutos de dejarlo a la espera–. Es solo que tu propuesta es inesperada.

–¿Por?

–No sé. Creía que nuestro intercambio sería virtual, no más.

–Querida –me contestó enseguida–. Pero si hace un poco más de una semana que nos acostamos.

–No fue un acostón –en efecto, no lo era.

–Bue… vos estabas acostada. Yo, más bien de rodillas. Pero sabés a lo que me refiero.

–No fue sexo –le respondí–. No en el estricto sentido.

–Pero, te corriste, ¿o no?

–Mmm… sí.

–Entonces, fue sexo para mí. Y para vos, ni que se diga.

–Ya. Pero no volverá a pasar, a menos que Jordan y Gaby así lo quieran.

–Y, ¿por qué tenemos que hacer caso a esos dos?

Un momento. Tenía razón. Ni Rui ni yo operábamos como un apéndice de nuestras respectivas parejas, vaya. ¿Por qué carajos se me había metido en la cabeza la idea de que necesitaba autorización de Jay para encontrarme con un amigo?

Con un amante-amigo.

–No estoy segura de si eso vulnera mis acuerdos con Jay.

–¿Cuáles acuerdos?

–Tenemos que comunicar al otro con quién vamos a estar, en todo momento.

–Decile y ya está.

–No puedo.

–¿Por qué?

–Porque no quiero lastimarlo.

Emojis de carcajadas. Muchos de ellos.

–¿Y desde cuándo a él le ha importado cagarte a vos, para empezar?

Touché.

Nunca he querido ver a mi marido como el malo de la película en esto del acuerdo poliamoroso. Me negaba a victimizarme, pero, a todas luces, ese parecía ser mi papel en esta charada. Por otra parte, Rui se encargaba de sacarme de la Matrix cada tres por cuatro. Y se lo agradecía, a veces en silencio, y a veces abiertamente.

–Desde nunca.

–Ya está. Vos poné día y hora.

–El viernes, ¿te parece?

–¿En la noche?

–En la noche, no. Las noches son de Jordan.

–En la mañana, entonces.

Si hasta me daba miedo escribirlo. Miedo en serio. Miedo de que Jay lo leyera, miedo de que nos siguiera. Miedo de decírselo y de que se lo tomara a mal. Miedo de no decirle nada y que se lo tomara a peor. Miedo de engañarlo.

Sí, era eso.

–Bueno, y, ¿qué vamos a hacer? –pregunté, con una ingenuidad que me hace sonrojar hasta ahora.

–¿Cómo que qué? Garchar, pues, ¿qué otra cosa?

Omití los emojis de risa de su parte, otra vez, porque me dio vergüenza. Pero ya qué.

–Y, ¿como en dónde? –traté de disimular mi estúpida metida de pata.




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