No sé qué fue lo que me asustó con mayor fuerza: si lo que sucedió antes, o lo que sucedió después. Ambas situaciones me resultan aterradoras, por decir lo menos. Bueno, aterradora no es la palabra que busco, en realidad. Yo diría que perturbadora, tal vez.
Todavía me cuesta seleccionar con exactitud los términos adecuados para describir aquellos momentos.
Nunca me ha gustado regodearme en los pormenores de mi vida sexual. No escribo mucho sobre eso. No sé hacerlo, esa es la verdad. Pero sí podría hablar de lo que ocurrió para que todo lo que contaré después se desatara y que es lo que en verdad me preocupa. Y también para tratar de entender el silencio en el que Rui me ha confinado desde hace meses, desde hace todos los meses en que no he vuelto a saber de él.
Rui y Gabriela llegaron a casa como a las siete de la noche. A su manera, ambos se veían espléndidos. Ella, con ese aire de actriz de teatro o bailarina de danza contemporánea capitalina que entraba ya en la cuarentena, al igual que yo, pero con un aire de vampiresa lánguida. Él, con su ya consabida chaqueta de cuero negro que le dotaba de ese carácter barriobajero que tanto nos seducía a ella y a mí, y con toda probabilidad, a otras. No creo que solo las dos nos hubiéramos quedado prendadas de esa facha, a medio camino entre un hípster y un lumpen.
Nunca pude decidirme si se trataba de lo uno o de lo otro. Porque, en realidad, no era ninguno. Era ambos.
Ella olía a lavanda y a tabaco; él, a cuero y marihuana. Ambos sabían a chicle de menta, como Jay y yo, cuando los besamos. Lo abracé primero, como por defecto, como si una fuerza que no era yo me empujara a hacerlo, pese a que no quería. Él, por suerte, me correspondió el abrazo con efusividad.
Todo mientras Gabriela hacía lo mismo con Jordan. Esto es, abrazo afectuoso con sonoro beso en la mejilla, y un qué rico que hueles, por parte de ella. A mí no me dijo nada, salvo hola, querida.
Pero no estaba muy segura de ser querida por ella.
Nuestros invitados tomaron asiento en la sala, se abrazaron. Pude ver la mano de ella en la rodilla de él. Quise ser Gabriela por un momento. Esperen, he querido ser Gabriela desde el 2012, desde que la conozco, maldita sea. Siempre con pareja, siempre deseada, siempre fragante, siempre exitosa escritora-publicada-en-el-extranjero-y-profesora-de-universidad. Ella tenía la vida que yo no tengo, y ahora quería poner la mano en la entrepierna de mi amante y también en la de mi marido.
Hubiera querido llorar, en ese momento, pero me aguanté.
¿Qué había hecho mal yo?, ¿en qué había fallado?, ¿por qué yo nunca era suficiente para nadie ni para mí? Esas preguntas catastrofistas me acompañaron mientras ponía a punto la cena y los tres conversaban como si se llevaran de maravilla. Como si no estuviera cerca de ocurrir, horas después, la catástrofe suprema.
Eran como generales de ejércitos enemigos que se encontraban en el cóctel de la embajada de una tierra neutral. Se toleraban apenas, listas las chispas para saltar, en cualquier momento; pero mientras, se trataban con una cortesía que parecía, a momentos, cercana a la fraternidad. Y en mi caso, ¿cuál era mi papel en ese escenario hipotético en el que nos había colocado a los cuatro? Pues la chica que ponía el café. Ni más ni menos.
Servir la cena me delató: el primer plato para Rui. Lo hice en automático, lo admito. Ni siquiera me atreví a ver la cara de Jordan cuando me percaté, enseguida, de mi error de juicio.
De mi error de juicio materializado en una acción directa.
Gaby, por otra parte, rio. De forma abierta y a propósito. Tampoco se quedó callada.
–Hay alguien aquí que tiene preferencias –dijo, mientras apuraba su copa de vino.
Rui solo sonrió, me miró y me guiñó un ojo. Yo quería morirme por mi lapsus.
El siguiente plato fue para Gabriela, así, como para despistar la atención de una tan forma tan torpe como innecesaria.
De acuerdo con las normas de urbanidad, en realidad no estaba tan equivocada, pero debí empezar por ella, vaya, la cabeza de familia. Me río solo de pensar en esa denominación.
Jordan me sonrió al momento de servirle su plato de ensalada de rúcula con tomates secos y mozzarella. No se trataba de una sonrisa de felicidad.
No se podría decir que comimos en silencio, pero, ojalá y hubiera sido así.
–Y, dime, querida, ¿estás trabajando ahorita? –preguntó Gabriela, como para romper una capa de hielo que se solidificaría con aquella pregunta que dolía en serio.
–No, por ahora –respondí, como si nada, mientras me zampaba un bocado de ensalada a propósito, hasta para pensar en lo que contestaría después.
–¿Y el instituto en el que dabas clases? –¿cómo lo sabía?, ¿Jordan le contó?, ¿u Olimpia? Y lo que era más importante, ¿por qué rayos hablaban de mí?
–Eh… no me renovaron el contrato –es la frase que más me costó pronunciar en toda la noche.
–Oh, entiendo –Gabriela comprendió que había metido la pata, pero no estoy segura de que le hubiera mortificado.
–Y, ¿cómo van tus clases? –preguntó Jordan, no sé muy bien por qué. Para que Gabriela tuviera la mano libre para presumir de su vida académica y laboral saludable, supongo.