Sé que Jay y Gaby la pasaron de maravilla también. Rui me lo dijo. A mí no me consta, porque no los escuché, pero le creo. No iba a preguntarle nada a Jordan al siguiente día.
Nuestros respectivos amantes se marcharon en la mañana, tal vez a las seis o, incluso, antes. Se vistieron casi sin hacer ruido y supongo que nos besaron a ambos en la frente antes de irse. No se quedaron para el desayuno, y yo me dormí dos horas más, luego de que Rui se fuera.
–Espero verte pronto de nuevo –me dijo–. Cuídate.
Le contesté con la mitad de un berrido de mi voz rasposa de la mañana. No quería que el hablar me espabilara. Ocurre siempre.
Me desperté como a las ocho. Sin nadie a mi lado. Supuse que Jordan estaría dormido en la sala. Me levanté en silencio y disimulé la desnudez de la noche entera con mi pijama. Salí descalza y en puntillas para verlo. No estaba en los sillones. Me aproximé, con sigilo, al cuarto de Nathaniel. Estaba cerrado, como desde hace semanas, desde que se marchó.
Abrí la puerta, ahí estaba él, su ropa al pie de la cama, dormido como un niño, de lado, acurrucado y abrazado a la almohada. No lo quise despertar; cerré apenas, para no incomodarlo, y me dirigí a la cocina para prepararme el desayuno.
Jay apareció como a la media hora, cuando yo estaba ya a punto de servirme mi granola con fruta, almendras fileteadas, nueces y arándanos rojos. Pude sentir sus pasos desde que abrió, él también, la puerta con sigilo.
Se acercó a mí, no con la seguridad de toda la vida. Dudaba de hacerlo, como no lo había hecho en años.
–Good morning, darling –me besó en la frente y me acarició la cabeza. No me había llamado así, darling, desde los noventa. A Gabriela, por otro lado…
Estaba despeinado, en una usanza un tanto más messy que cuando se levantaba de mi lado de manera cotidiana. Usaba un pantalón y una T-shirt de nuestro hijo y olía a una mezcla entre su aroma habitual y el perfume de ella. Se había lavado la cara, eso sí, pero el olor de su pelo no se podía ocultar.
Me gustaría decir que sentí aversión, pero mentiría.
–Come tú, nena –continuó, mientras él mismo se disponía a prepararse su clásico desayuno americano con huevos fritos y tocino que a mí me hubiera dado cargo de conciencia solo de considerarlo como opción–. Yo hago lo mío.
Eso no sucedía nunca, salvo cuando estábamos enojados.
–Bueno –obedecí y me senté frente al mesón y a sus espaldas, lo que tampoco era habitual.
La verdad es que evito describir su cara porque fui incapaz de verla directo. Y me consta que él tampoco se esforzó en hacer contacto visual conmigo.
De todos los desayunos que hemos tenido, ese fue, sin duda, el más incómodo de todos. Y los habíamos tenido pesados, como cuando peleábamos y cada uno se disponía a llevarse su plato lejos del otro, pero en la misma mesa. O cuando Nathaniel nos reclamaba a regañadientes sobre el ruido perpetrado producto de una noche sexual particularmente intensa.
Intenté apurar mi granola, mi sandía, mi papaya y mi kiwi, mis frutos secos y mi miel de maple. Sin éxito. Jordan se sentó, no frente a mí, sino en el costado opuesto. Bebía su jugo de naranja importado como todo lo que consumían él y Nathaniel. Y yo también, un poco. Como si nuestra cocina fuera el único bastión de la american way of life que mi marido y mi hijo podían permitirse en el tercer mundo.
–Are you ok? – me preguntó Jay, al darse cuenta de que, bajo ninguna circunstancia, le habría dirigido la palabra primero.
–Sí, sí, todo bien –respondí, luego de tragar mi bocado con prontitud, para que no se diera cuenta de que desconocía la respuesta–. Y, tú, ¿qué tal dormiste?
–Mal –me contestó–. Pero descansaré luego.
–Está bien.
–Hay que quitar esas sábanas –se refería a las de seda platino que yo había comprado para el evento. Eran hermosas y tu cuerpo resbalaba como si estuvieses dentro de un capullo. Lástima.
–Ahorita mismo –le dije, al darme cuenta de lo sensata de su petición.
–No hay apuro –respondió–. Vuelvo a lo de Nath para dormir un poquito más. Apenas si he pegado el ojo en toda la noche.
No dudaba de su palabra ni por un minuto.
Apuré mi plato de granola y lo lavé lo más rápido que pude.
–Yo también voy a dormir un poco.
–Descansa, nena –me dijo, sin siquiera mirarme.
Me retiré a mi habitación. No sabía con certeza qué acababa de pasar. Me hubiera gustado hablar con Jay sobre lo de la noche anterior. Preguntarle cómo se sintió, si le gustó, si disfrutó con ella. Si Rui y yo molestamos lo menos posible. Pero, vamos, no somos precisamente los campeones de la comunicación interpersonal ni tampoco unos genios en inteligencia emocional. De modo que lo más ocioso era callar. Por la gracia de nuestra propia autoconservación.
Decir que evitamos hablar de lo que había ocurrido era quedarse corta. Hicimos, en un acuerdo tácito, como que nada había sucedido. Nos hicimos los locos, pues, como se dice en nuestro país. E intentamos seguir con nuestras vidas. El problema era que pasaron los días, e incluso semanas en las que nuestras miradas no se encontraron más, porque no se buscaban, en primer lugar.