Instrucciones para restablecer el Destino

92 | Love bombing, then, breadcrumbing

Mi marido y yo nos corrompemos pronto. Ambos somos un par de viciosos. No sabemos contenernos en cuanto a controlar nuestros impulsos se refiere con nuestros respectivos vínculos alternos. Aunque yo preferiría llamarlos amantes, a la vieja usanza, porque me apestan esos nuevos términos.

Teníamos que seguir viéndonos, Rui y yo. Después de aquella noche, a como diera lugar. Y el lugar podía darse, por supuesto. Digo, Jordan trabajaba ocho horas diarias, a veces hasta más. Había tiempo, tiempo de sobra. Rui tocaba en las noches, lo que significaba que contaba con el día libre.

Pero no en mi casa, en la de él y ella. Eso sí que habría sido épico. Y lo era.

Yo, por mi parte, necesitaba repetir, como necesitó Jordan repetir sus encuentros con Gabriela, así, una y otra vez, hasta saciarse. Solo que ellos no se saciaban nunca.

Y yo tampoco.

Bueno, no exageremos. Soy de las mujeres que se satisfacen rápido, y se aburren, en consecuencia. Aburrir no es, quizás, la palabra que busco, es demasiado áspera. Pero, es que con la constancia todo se vuelve tan cotidiano que pierde el brillo que aporta la expectativa de lo que quizás no puede ser posible.

Y lo de Rui y yo nunca llegó a ser habitual. No nos dio tiempo para ello. Alguna vez un amante mío, cuyo nombre no desvelaré, me propició esta revelación: algún día todo se acabará, y lo peor de todo es que no sabemos cuándo. Necesitamos aprovechar, porque no tenemos certeza de cuándo será la última vez.

Esa frase me tocó entonces de manera intelectual. No la había llegado a comprender en su sencilla profundidad, en la veracidad plena de la sentencia que contenía. El final de todo era destino. No se trataba de algo que se pudiera evitar.

Solo había que prever el cuándo. Pero, si se preveía, se perdería el encanto.

Pues eso mismo fue lo que me pasó con Rui.

Poco después de consumado nuestro encuentro, las sesiones de sexting se volvieron cada vez más poderosas, más sublimes. Cuando faltaban, me las repetía, sola, en mi habitación, en la tina, en la ducha, en la cocina, en el auto, en donde fuera. Me vi, un día, sin poder vivir veinticinco minutos sin su voz. Esa cifra es exacta, me tomé la molestia de tomar el tiempo, porque, por entonces, era tan adicta a mi amante que ya no podía prescindir de él, de la descripción gráfica que se complacía en hacer de nuestros encuentros sexuales hipotéticos, por escrito o por audio. Tanto me hacían falta rememorarlos que me era imposible estar más de media hora sin escucharlos.

Cuando más sufría era en la noche, con Jay. Tenía que encerrarme en el baño para que no se diera cuenta, para que sospechara lo menos posible de lo que me ocurría. Pero era imposible, golpeaba la puerta cada tanto.

Are you okay, Bren? –me preguntaba, el muy… no voy a decir nada, como si no supiera lo que me pasaba. Para mí que lo hacía a propósito.

–Ya salgo –con un departamento que tenía tres baños completos, no veía la necesidad de que ocupara exactamente el mismo que yo.

Pronto descubrí que, para que me dejara en paz, tenía que esconderme en lo de Nathaniel.

Me volví demasiado obvia, necesitaba ponerle un freno a mi obsesión por Rui, por lo que me decía que me haría. Por lo que me había hecho en el pasado.

Se me ocurrió la idea más insulsa, sacada también de la boca de un amante de no muchas luces, que repetía todo lo que leía en internet: la única manera de vencer a las tentaciones es entregándote a ellas.

Sin duda alguna, la declaración más estúpida del universo, y no me importa que fuera una cita de Oscar Wilde. En especial, a la hora de dar rienda suelta a una conducta compulsiva por parte de una persona con tendencias a las adicciones más absurdas, como esta servidora.

Necesitaba verlo. Se hacía cada vez más imperiosa esa urgencia, pero Rui parecía no tener el mismo apuro que yo. Siempre me pasa, parecería que me consigo tipos así a propósito, desapegados emocionalmente. Incluso Jay corresponde a una de las variantes de esa tipología de mierda.

No tener el valor de dar el primer paso parecería otorgarte el poder de que sea el otro quien dé el brazo a torcer. A menos que ese otro sea todavía más orgulloso que tú. Y ese era el caso de mi joven amante. O tal vez yo no le interesaba lo suficiente como para volver a proponerme que nos viéramos.

Tuve que enfrentar la posibilidad de que eso nunca más pasaría. En algún momento tuve frente a mi abanico de posibilidades la oportunidad de acostarme con él cuando yo quisiera, y me hice la desentendida. El tren había partido, no volvería a ocurrir jamás.

A menos que… a menos que él lo propusiera primero, cosa que nunca más ocurrió. De hecho, las llamadas y los mensajes de texto mermaron muy poco después a raíz de nuestro primer encuentro sexual consumado.

Bien lo dice la sabiduría online: no hay hombre más amable que aquel que todavía no se acuesta contigo. No me engaño, he vivido lo suficiente como para saber que las cosas no mejorarían luego del sexo. Nunca lo hacen. El sexo lo corrompe todo o, tal vez, únicamente pone las cosas en su verdadero lugar.

Aquello, por supuesto, no me blindaba del hecho de que los acontecimientos, tal como ocurrieron, habían conspirado en mi contra. Saber que luego de coger con algún tipo nada sería como al principio, no me quitaba nunca la esperanza de que, tal vez, en esa ocasión, podría ser diferente.




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