Para quienes no lo saben: love bombing, cuando eres bombardeada de atenciones, llamadas, mensajes (¿les suena familiar?) por la persona que tiene tu atención; cuando las muestras de afecto o incluso admiración parecen desmesuradas, en comparación con el tiempo en el que las personas involucradas se conocen; cuando el tiempo se acelera al punto en el que, a las semanas, ya te lo exigen todo, no de forma directa, por supuesto, sino sutil. Y te presionan, entre otras cosas, para tener sexo.
Sucede en el mundo material y sucede también en la vida virtual. Como me ocurrió a mí con Rui, por ejemplo.
Y, por otro lado, breadcrumbing: cuando, después de consumado el objetivo principal del love bombing, que, entre otras cosas, implica que te enganches lo más pronto a tu contraparte y le des todo lo que quiera (lo que, por lo general, se trata de sexo), la persona que bombardeaba pierde el interés de repente y se desaparece, de forma paulatina, para dejarte lo justo, apenas, para demostrar que no está desinteresado del todo y para que mantengas una leve esperanza de que, algún día, tal vez, se pueda restaurar una relación que, en primer lugar, jamás existió.
Te arrojan miguitas de pan, pues. Así es como funciona.
Ahora, ustedes se preguntarán, ¿por qué una mujer como yo, aun a sabiendas de todo lo anterior, cayó rendida a los artificiales encantos de Rui? La respuesta obvia vendría a ser que porque estoy bien pendeja, y no está dentro de mis ánimos contradecir ese postulado, que tiene su parte de razón, no lo niego, pero tampoco es del todo cierto.
No perderé mi propio autorrespeto criticándome por caer, una y otra vez, en lo mismo de siempre.
Lo que ocurre es que las mujeres pensamos que existen hombres que se encuentran por encima de este patrón. Ignoramos las banderas rojas con la esperanza de que tal vez, y solo tal vez, aquel a quien hemos llamado la atención sea una excepción que no existe a una regla que está grabada en piedra. Y, en consecuencia, nos ven la cara de estúpidas.
En lo que a mí respecta, desde ahora, retomaré la sana costumbre de considerar a la totalidad del género masculino, de entrada, como un caso perdido hasta que se demuestre lo contrario.
Sin ninguna excepción, por supuesto.
Eso incluye a Jay, a mi padre y hasta al Papa, si cabe.
Bien, dicho esto, es hora de contarles lo ocurrido. La última de mis aventurillas ingenuas con mi pseudoamante caído. Y lo que pasó después, lo que hizo Jay, desinformado como estaba, para curarme.
No diré que no se lo agradezco, pero debo confesar que sus métodos fueron un tanto, ¿cómo se diría?, poco ortodoxos, por decir lo menos.
Y lo son hasta ahora, de hecho.
Comencemos por la fecha: 24 de febrero de 2018, tan solo unos días después de mi cumpleaños número treinta y ocho. Ese detalle no es cosa menor, y les diré en el futuro por qué. El desencadenante, el after party posterior al lanzamiento de la tercera novela de Gaby, que trataba, cómo no, sobre sus experiencias poliamorosas, en las que Jordan y yo éramos tan solo unos recién llegados. O un par de advenedizos, si acaso. Las circunstancias: yo que me acerco a Rui con intenciones misteriosas. El punto de giro (aunque si lo pensamos con detenimiento, ni tanto), Jordan que se cabrea porque me pasé de la raya con mi amante a vista y paciencia de la crema y nata del mundillo pseudo intelectual capitalino.
Le dije a Jordan que asistir a ese evento en su Maserati Alfieri estaría muy mal visto porque la mayoría de esa gente era de izquierdas y lo considerarían una clara afrenta burguesa, pese a ser ellos mismos de la misma ralea. Mi marido no me hizo caso, pues, como no lo hacía nunca. Esa noche, en particular.
No sabré decir por qué razón estaba molesto si solía ponerse de buen humor a la hora de ver a Gaby. Nunca se lo pregunté. La verdad, no hablábamos mucho por aquellos días. Por mi parte, me había acostumbrado a ejercer mi estrategia de mutismo para no molestarlo durante el trayecto a cualquier parte. Una conducta disfuncional, a todas luces, pero que aseguraba mi supervivencia, en medio de mis disonancias cognitivas y maraña de pensamientos irracionales.
Mi esposo bufó cuando no encontró estacionamiento y se tardó en hallarlo. Para evitar su mal humor, me bajé del auto y me dirigí a pie a la casona del abuelo de Gaby, esa espectacular mansión diseñada a mano por el pintor y ejecutada según su voluntad.
«Con un abuelo como ese y su fortuna, cualquiera puede darse el lujo de entregarse al arte de cabeza», me decía, como para justificar el hecho de que Gabriela tan solo me llevaba un año y ya se había consagrado como una de las escritoras más importantes del país, mientras que yo me dedicaba a escribir este manuscrito que, dicho sea de paso, es tan comprometedor que tal vez ni siquiera llegue a publicarse.
Me habría gustado decir que Rui me recibió. Pero no, ya lo había visto en la ceremonia de lanzamiento, llevada a cabo en la librería de cabecera de la autora. Llegamos tarde y nos situamos atrás y de pie, de modo que supuse que su vista era tan mala que nunca me alcanzó a mirar y por eso se le pasó saludarme.
Como verán, suelo buscar una serie de justificaciones sin pies ni cabeza para intelectualizar las razones de un desinterés galopante, que con seguridad me daría la estocada final esa misma noche.