Por una vez en mi vida no me pienso hacer la víctima. ¿Que si lo disfruté? Por supuesto que lo hice. ¿Que si debí hacerlo? No tengo la más leve idea. Jordan nunca se explicó bien sobre las razones de su proceder. Y como, para colmo, no nos comunicábamos muy bien por esos días, se hacía inevitable que las señales parecieran confusas.
Esto fue lo que recuerdo. La marihuana no borra la memoria a corto plazo, a decir verdad. A menos, claro, que abuses de ella. Pero ese no era mi caso, más bien ella abusó de mí aquella noche. Y no fue la única.
La acción empezó con pie derecho en el ascensor. Jaloneada del brazo como estaba, Jordan me asió con su gigante mano gringa en total mutismo. Podía mirar su hermoso rostro a través del espejo. ¿Les mencioné en algún momento que su atractivo sexual se multiplicaba de manera exponencial cuando se ponía bravo? Pues, eso.
Aquello no significaba que no me diera miedo, por supuesto. Mi marido podía ser temible cuando se lo proponía, que no era muy a menudo, pero ya lo había demostrado en el pasado.
No les mentiré, esperaba un polvo de aquellos que me propinó la primera noche de poliamor con Gaby y Rui. Y mi entrepierna se preparaba para el hecho. Mi labor se trataba solamente de dejarme llevar de la mano por él hacia nuestra alcoba, para que hiciera conmigo lo que le diera la gana, como aquella vez.
Y lo hizo, pero no de la forma que esperaba.
Por eso, cuando, en lugar de conducirme a nuestra habitación me arrastró a la sala, supe que los acontecimientos habían tomado un rumbo que no estaba muy dispuesta a predecir en ese momento, aunque mi predisposición al placer se hallaba intacta. Y creo que fue eso exactamente lo que ocurrió. No le encuentro ninguna explicación más para el hecho.
Jay se quitó la chaqueta y la abandonó en el piso de la sala, tomó asiento en el sofá más grande y me arrastró allí, como si fuera yo un autómata, no entiendo cuál fue con exactitud el movimiento que ejecutó, que me obligó a recostarme boca abajo sobre sus piernas.
Estaba un poco mareada, así que supuse que había sido yo quien se había tropezado o algo por estilo. Pero supe que estaba equivocada cuando sentí que su mano me levantó la falda y, en lugar de acariciar mis muslos como era su costumbre, sentí un primer golpe tan fuerte que me escoció hasta el muslo.
–Por humillarme frente a toda esa gente de mierda –me dijo, luego de la primera nalgada.
Acto seguido, otro golpe más potente que resonó con eco en las paredes del silencioso departamento.
–Por cargarte nuestros acuerdos en mi cara.
No necesito decir que hubo una tercera, y última, nalgada.
–Por desobediente.
No podía dar crédito a lo que pasaba. Lo único que se me ocurrió hacer fue llorar. No sé muy bien si quería hacerlo, creo que se trató de una acción refleja, acompañada por un grito por cada golpe que me propinaba.
Luego sobrevino algo que, en ese momento, no pude comprender, pero que, ahora, en retrospectiva, apenas entiendo: la vergüenza.
Bien, ese tipo de cosas no le pasaban a las mujeres como yo, salvaguardadas, como estábamos, en matrimonios bien avenidos. Pero, claro, el mío no lo era, aunque se alimentaba la ilusión de que lo fuera a ojos de los demás. Bien, pues, creo que fue eso mismo lo que disgustó tanto a Jay, que hubiera dejado al descubierto las fisuras de nuestro matrimonio más que imperfecto.
Las lágrimas se transformaron en un llanto incontrolable. Lo único que quería era que, por lo menos, pusiera mi falda en su lugar. Me atormentaba la vista que mis nalgas enrojecidas pudieran ofrecer a mi marido en ángulo de noventa grados. Él no me dejaba moverme de ahí. Se limitó a acariciarlas.
–Ya, ya –me decía, como para apaciguarme.
–Bájame de aquí –gritaba yo.
Jay aflojó sus manos, que sostenían mis brazos para que no me moviera. Me dejó incorporarme apenas, me levanté como pude y perdí el equilibrio, desorientada y medio mareada como estaba. Mis ojos enrojecidos e hinchados tampoco me ayudaban con la visibilidad. Casi caigo de rodillas a un costado de las suyas, pero Jay me agarró de los brazos, me sentó en sus piernas y me abrazó.
–Basta, nena, no es para tanto –cómo odio que los hombres minimicen los sentimientos de las mujeres, carajo. Si fuera por mí, mandaría a todo el que usara esa frase de porquería a tragar tierra en algún gulag.
«¿Que no es para tanto?, ¿que no es para tanto, animal? Me acabas de nalguear, mierda». Pero ni a mi padre se le había ocurrido hacer algo así conmigo en su vida. ¿Qué se había creído?
Mi primera reacción fue golpetearlo, pero me sostenía los brazos. Y luego, me abrazaba.
–Déjame ir –lloriqueaba yo.
–Ya, basta –decía él, mientras me aprisionaba con un solo brazo y con el otro me limpiaba la cara–. Mira lo que te has hecho.
Y me mostraba su mano manchada del negro con los restos de mi hermoso delineado de gato, que me imagino que se había deshecho.
Luego me sonó la nariz con los dedos, lo que fue asqueroso, pero se lo agradecí. Ya no podía ni respirar.
–You’re a total mess –me decía, mientras sacaba su pañuelo para limpiarse las manos y continuar secándome la cara–. Para ya.