Instrucciones para restablecer el Destino

100 | Desenamorarse o morir

Decir que me quedé en estado de shock por lo que acababa de pasar había sido quedarse corta. Mi marido me había propinado tres nalgadas a gusto, tras acusarme de crímenes que sí cometí. Luego, me limpió los mocos y las lágrimas, me consoló, me llevó a la ducha y ejecutó el ritual que veníamos siguiendo con cierta regularidad. Bañarme con suavidad o con violencia, en dependencia de la situación, secarme y meterme a la cama para hacerme el amor por horas, conmigo obedeciendo todo aquello que a él se le antojaba.

Si me preguntan por alguna posible queja de mi parte, diría que la única fue que nunca me preguntó después cómo me sentía o, al menos, qué pensaba de aquella situación. A la mañana siguiente se levantó tempranísimo, como siempre, para ejecutar su sesión de hatha yoga diaria y en ayunas, se preparó –y me preparó– el desayuno y luego se puso a trabajar. O, al menos, eso aparentaba. Utilizaba sus lentes de Clark Kent cuando lo hacía y fruncía su ceño como si estuviera preso de algún tipo de estado de concentración al que yo no tenía ningún acceso.

Jay se mantuvo en silencio hasta la hora del almuerzo. Fue ahí, recién, cuando me habló.

Are you still in love with that fucking guy? –me dijo, mientras comía sus raviolis con salsa boloñesa, una de sus recetas favoritas que yo había copiado del Rávena para complacer su paladar.

Dudé por unos segundos en responder. Si le decía que sí, desataría su ira en ese momento, o heriría sus sentimientos. Claro que, a estas alturas, comenzaba a dudar de que mi marido los tuviera (en especial por mí). Si le respondía que no, le habría mentido. Y no me gusta mentir a Jordan, a pesar de que esa afirmación suene a demagogia. Aunque, en ocasiones, el fin justifica los medios.

Pero esta no era una de estas ocasiones.

–Por supuesto que sí –le dije, mientras dejaba de beber mi copa de vino–. Ni te creas que con un par de nalgadas y una cogida memorable se me van a quitar las ganas que le tengo a Rui.

–Y, ¿cuántas más necesitas, para que te deje de interesar ese pendejo?

–No sé, Jay. Ya iremos viendo por el camino.

Pude sacarle una sonrisa. Eso ya fue ganancia. Aunque su mutismo podía durar días enteros e, incluso, semanas, la promesa de su efímero gesto de no-molestia, me daba una ligera esperanza de que tal vez, y solo tal vez, todo mejoraría con el tiempo.

Pero, como yo siempre meto la pata, pues, bueno.

–¿Y como cuántas veces necesitas cogerme tú para olvidarte de Gabriela?

La cara de Jay cambió, en efecto. De una pseudo sonrisa afable a un apretón de mandíbulas.

Don’t mention her name, please.

–Si nunca hablamos, no lo podremos solucionar.

–Las cosas no se solucionan hablando, Brenda. Se solucionan tomando acción.

–¿Y cuál es la acción que deberíamos tomar?

–Olvidarnos de ese par, a cualquier precio.

Sabía lo que quería decir cuando se refería a cualquier precio.

–Y, ¿cuándo empezamos, entonces? –pregunté, un tanto intrigada.

–Comenzamos anoche, nena. Así que, prepárate, porque yo no pienso parar.

Bien, esa declaración podía muy bien prestarse a un sinnúmero de interpretaciones.  

Pero, en realidad, solo había una.

Dicho todo lo anterior, tenía dos opciones: comportarme como la Magdalena contemporánea de toda la vida y tirarme al abandono y a la desesperación debido a la indiferencia de Rui, o entregarme al sinnúmero de posibilidades que la declaración de mi marido me había colocado sobre la mesa.

En contra de todo pronóstico, acepté la segunda opción que, dicho sea de paso, va muy en contra de mi naturaleza, más orientada a echarme a morir e impedir que cualquier cambio se cuele en mi vida. Más que nada por el refuerzo constante de las experiencias negativas que dichos cambios conllevan, a menudo.

Y, para muestra, lo de Rui.

No quisiera pecar de morbosa, y aunque en literatura todo se vale, tampoco se trata de forzar mi propio estilo. Solo digamos que las sesiones de sexo entre mi marido y yo se volvieron, ¿cómo decirlo?, un tanto dilatadas y… sui géneris, en comparación con las que habíamos tenido en el pasado.

Dos noches después de la que sería considerada como el acto inaugural de nuestro extraño proceso reconciliatorio, Jordan regresó del trabajo un poco tarde, sin dar explicación de por medio, me encontró arreglando la sala, y de un sentón, me agarró por la espalda y me atrapó a traición. Forcejeamos hasta que logró bajarme el pantalón (porque las faldas solo las utilizo en ocasiones especiales), y me colocó sobre sus rodillas, boca abajo.

«Ahí vamos otra vez», me dije, un tanto resignada, pero excitada también, no lo negaré. Me prometí no llorar esta vez, y no pasó, porque ya sabía lo que seguiría y su naturaleza. Tres cachetadas en las nalgas, esta vez con diferentes motivos:

–Porque no te despediste de mí esta mañana –era cierto, me lavaba los dientes, se trataba de una imposibilidad fáctica. Y creo que hasta lo hice a propósito, quién sabe.

–Porque no me mandaste ni un mensaje durante la tarde –¿para qué?, no tenía nada que decirle. Ni un recordatorio, ni un encargo, ni un te amo. Absolutamente nada.




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