Agosto de 2018. El plan consistía en irnos de vacaciones a Bahamas, junto con Nathaniel, Daniel y Rick. A mí me sonaba a un programa interesante. Al fin conocería en persona a los medio hermanos de mi hijo, al amparo de la sana distancia que proveían los miles de kilómetros de tierra y mar que separaban a Boston –y a Madelyn– del mar Caribe.
Se supone que sería algo así como una luna de miel que nunca fue, pero en familia. Por mí estaba bien, no necesitaba nada más que alejarme de La Capital y de mi triste realidad imperante; esto es, atestiguar las salidas semanales de mi marido, mientras que yo no me comía un colín, como dicen o decían en España.
Ahora, no es que sea tan loser como parezco, a primera vista. Claro que había hecho match con algunos ejemplares (no sé de qué otra forma llamarlos, sin sonar hipócrita en el camino). Más de uno y bastante decentes; tanto que hasta me daba un poquito de miedo acabar enamoriscada de ellos. Todo esto, considerando que comenzaba ya a desengancharme de Rui. La negación y la ira habían pasado, quedaba una tristeza que parecía diluirse a medias, en especial cuando dormía y me duchaba, pero eso no cuenta.
Ah, y también cuando escribía. Escribir me hacía, por un momento, olvidarme de ese bendito problema.
Me imagino que trabajé más o menos bien la etapa de duelo, y que sería cuestión de tiempo hasta que me dejara de doler su ausencia. Todavía no ocurría del todo, pero se hacía necesario esperar. En el camino, estaba Tinder para suplir las carencias afectivas de segundo o tercer orden que mi marido estaba incapacitado de llenar. Mientras que Jordan, para variar, se pavoneaba de manera inconsciente –quiero creer– frente a mí, con su inusitado y nada sorprendente éxito en la plataforma.
Solía presentarme religiosamente a su match de la semana, mientras que yo evitaba preguntarle lo que hacía o dejaba de hacer con ellas, luego de que llegaba a casa una vez concluidas sus citas.
Por mi parte, me dedicaba a inventar mis posibles salidas. Lo cierto es que no tenía ninguna intención de salir con ninguno de mis hipotéticos pretendientes, pero, igual, se los mostraba a Jay más por una cuestión de orgullo que de dignidad. Porque me atrevía poco a llamarlo digno, y no sentía que lo que hacía pudiera llevar el título que ostentaba la definición de aquella palabra.
Le hacía creer a Jay que planeaba mis salidas en sincronía con las suyas, para no tener que fingir que me venían a recoger o que tenía que encontrarme con alguien que jamás vendría. No creo que Jordan me haya creído. Pero, de todas formas, le agradezco que nunca haya intentado ponerme en evidencia. Se trató de un lindo detalle de su parte.
Para compensar su ausencia de mi cotidianidad de fin de semanas, me consagré a ver tantas series de Netflix como lo permitió mi frágil autoestima. De las románticas, de preferencia, digo, para no romper con la sintonía del mood del momento.
Y también por un poco de masoquismo, que nunca está de más ejercitar.
Esa tarde había llovido como solo ocurre en los veranos de La Capital, lo que me llevó a meterme en la cama más temprano que de costumbre. Nathaniel había salido con sus ex compañeros del colegio y Jordan me había avisado de su tardía llegada para verse con uno de sus matches: una mujer de la alta sociedad capitalina más o menos de mi edad, y lo suficientemente atractiva como para haberse convertido en la única mujer que despertó mis celos con fundamento, una vez que nuestra estrategia poliamorosa fuera reformada.
Confieso que ese día en particular me sudaron las palmas de las manos y me provocó taquicardia contemplar las fotos de la que, en algún universo paralelo, había podido ser alguna candidata viable a esposa del futuro embajador de los Estados Unidos de América.
A consecuencia de aquello, me fue imposible concentrarme en el capítulo de Gossip Girl que correspondía ver en mi maratón de fin de semana, en ausencia de mi esposo, que no gustaba, precisamente, de la comedia romántica.
Eran como las siete de la noche cuando escuché murmullos parecidos a gritos desde afuera. Y, también, un azotar de puerta. Mi instinto de supervivencia me habría dicho, en mejores tiempos, que me hiciera la dormida y que dejara pelear a Jordan y a Nathaniel a sus anchas, hasta por su propia salud mental. Ese par se tenían hambre, y una bronca previa a nuestro viaje a las Bahamas me parecía mejor idea que una gresca durante.
Solo que los improperios subían de tono, así que me vi obligada a intervenir. En pijama térmica, con pantuflas y una cobija. Es decir, investida de absolutamente ninguna autoridad.
–Pero, ¿qué pasa? –pregunté, en voz alta, porque parecía que padre e hijo no se habían percatado de mi irrupción en la sala de nuestro departamento.
–What are you doing here? –me dijo Jordan, mientras sacaba los ojos de la sorpresa. Digo, en verdad se había creído el cuento de que tenía una cita con el copiloto de una aerolínea internacional que poseía un loft frente al Parque de La Carolina. Eso era un tanto ingenuo de su parte.
–Aquí vivo –le respondí, rápido, porque me urgía participar del chisme–. Nath, ¿Qué ocurre?
–Listen to me, babe –dijo Jordan, mientras agitaba las manos e intentaba acercarse a mí para abrazarme–. Just listen to me first, would you?