A manera de un disclaimer que nadie ha pedido y que me disgusta sobremanera cuando leo las novelas de otros, pero que, por esta vez, se hará necesario incluir: durante nuestra ahora denominada conversación definitiva omití el episodio de las nalgadas a Nathaniel, porque se trataba de una información totalmente innecesaria para mis propósitos.
Sentada frente a mi esposo y a mi hijo, e investida de una sangre fría que en mi vida me había tomado en una circunstancia tan determinante como la que se me venía encima, tomé, por primera vez en mi miserable vida, las riendas de la situación.
–Bueno, hijito –cuando de conversaciones serias se trataba, no me gustaba andarme con rodeos–. Tu papá y yo tenemos una relación abierta.
Nathaniel soltó un bufido a manera de carcajada sostenida, que no tenía nada de hilarante.
–Y, como mínimo, fue idea de él –dijo, mientras me miraba a los ojos desafiante–. ¿O me equivoco?
–You’re goddamn right –contestó Jay, intentando emular, en vano, a mi parecer, el acento de Heisenberg.
–No puedo creer que le hayas permitido esto –me dijo Nath–. ¿Es que no te tienes respeto?
Vi a Jordan, con el rabillo del ojo, bailar en su asiento con molestia y lo escuché resoplar de indignación.
–You have no idea… –fue el conato de respuesta de Jay.
–No se trata de una cuestión de autorrespeto, hijito –le respondí, porque la pregunta iba dirigida a mí. No gustaba de interrumpir a mi marido, pero creo que, por aquella vez, se hacía necesario–. Se trata de una cuestión de supervivencia.
–De supervivencia del más fuerte –respondió Nathaniel, mirando a Jay.
–Del más apto –dije yo, sin ninguna convicción, pero no me iba a quedar callada.
–¿Y sus tratos de freelove incluyen tener sexo con prostitutas? –preguntó Nathaniel, porque no se le había quitado de la cabeza, ni por un segundo, perdonarle la vida a su padre.
Y se lo agradecí en silencio.
–Of course not, damn it! –contestó Jay, apretando las mandíbulas–. And, by the way, son, más te vale que nos expliques de dónde carajos conoces a Yelena.
–¿De dónde conoces a esa mujer, Nath? –le pregunte, también, directo a la vena.
–No se supone que esta conversación va sobre mí, ¿o sí? –se defendió mi hijo.
–Pues, ahora sí –le dije, con toda la diplomacia de la que fui capaz–. Responde.
Ahora mi hijo, como en un acto reflejo, emuló a su padre en la acción de incomodarse en el asiento de un sofá ergonómico de siete mil dólares. Jay, mientras, lo miraba con una ligera sonrisa de satisfacción.
–Mis amigos las contratan.
–Oh, my Goodness! –Jordan se tapó la cara con su mano izquierda, como en señal de decepción o vergüenza ajena (o no tan ajena). La verdad, creo que no lo vio venir. Yo, por mi parte, por entonces ya tenía una fe igual o menor a cero hacia la totalidad del género masculino, de modo que su respuesta me resultó más que predecible, para mi propia congoja maternal.
–Y, ¿cuál es tu papel en eso? –le pregunté.
–I just watch –respondió Nath.
–Of course you do –rio Jordan, porque, claro, ambos estaban cortados por la misma tijera.
–Ya te tocará tu turno, Jordan –le corté–. Guarda la calma.
Jordan refrenó su lengua. Le convenía.
–No pensarás que un tipo como yo pagaría por sexo, ¿verdad, ma? –esa autosuficiencia y sentido de superioridad tan de su padre, no hubiera sido la respuesta que anhelaba, pero, sin duda, era la de esperarse.
–Yo ya no sé nada, hijito, la verdad.
Porque era cierto. Me hallaba en territorio desconocido.
–Y, tú, Jay –continué–, ¿qué tienes que decir?
–¿Y todavía le llamas Jay? –se quejó mi hijo.
–For God’s sake, Nathaniel. Shut up! –Jordan entornó los ojos, signo inequívoco de que su pose de diplomático comenzaba a desmoronarse.
–¡Jordan!
–What can I say? –se echó para atrás en el respaldo del asiento–. Que mi hijo está mejor informado que yo en materia de scorts. Eso.
–You fucking liar! –le dijo Nathaniel, con cara de asco–. Como si la putería de Yelena no se respirara por todos sus poros.
–No te voy a permitir que hables así de ninguna mujer –corté a mi hijo–. ¿Es que no has aprendido nada de lo que te he enseñado?
Había consagrado diecinueve años de mi vida a aleccionar a mi hijo para que mirara a las mujeres como sus iguales. Sin ningún éxito, lo admito; pero lo había intentado, al menos. Es mucho más que lo que cualquier madre capitalina y burguesa promedio alcanzaría a pretender en medio de su cómoda vida. Visibilizar mi propio fracaso en el tema tampoco fue demasiado amable para mi autoestima, en ese momento.
–Tú no tienes idea de lo que implica ser hombre, mamá –respondió Nathaniel–. Las cosas son más complicadas que como las pintan tus dicotomías feministas.