Instrucciones para restablecer el Destino

106 | La amarga espera

Sobra decir que se canceló el viaje familiar a las Bahamas correspondiente al verano del 2018. O, bueno, al menos para tres de los cinco involucrados. Madelyn, su amante puertorriqueño o dominicano –ya no me acuerdo– y el hijo de este tomaron nuestros lugares, a despecho de Daniel y Rick, de quienes tenía la impresión de que les urgía alejarse de su madre y de su padrastro, el estafador, aunque sea de la mano de su inestable padre y su madrastra, la desconocida.

Y es que hasta pagaron justos por pecadores, durante esos días.

Sé que yo misma impuse la terapia a mi familia, a manera de táctica disuasiva. Sin embargo, tuve las ínfulas suficientes hasta para imponer una condición: que la terapeuta fuera mujer. A Jordan le habían hablado de una muy buena, a la que nunca había visitado porque, ya lo saben, los hombres como él se bastaban solos. Revisé su LinkedIn y me convenció su edad provecta, la sobriedad de su verbo y la sabiduría minimalista de sus publicaciones. Además, contaba con estudios de género, lo que hizo que ganara mi favor de inmediato, a la hora de recibirla.

Jordan le tenía tanto respeto que hasta la trataba de usted, cosa inédita viniendo de un tipo de su condición social y su poder. Se hacía obvio que era la profesional indicada para escuchar el melodrama capitalino-americano que bien podría guionizarse para serie de Netflix, en el futuro, si es que yo me dedicaba a meterle la suficiente cabeza.

Sesiones semanales y por separado, hasta el momento en el que, eventualmente, tendríamos que confrontarnos mutuamente, para hacer frente al desafío capital de mi familia: el ejercicio pleno de la comunicación interpersonal. Suena fácil, en teoría. En la práctica, décadas de silencios y omisiones nos habían pasado tal cantidad de facturas que se hacía imposible imaginar, siquiera, que un encuentro entre los tres, para hablar en serio, y no para acusarnos mutuamente, podría ser incluso posible.

Pero más valdría intentarlo, por el bien de todos.

No tengo la más mínima idea de lo que Nathaniel y Jordan hablaron con la doctora, pero yo puedo dar fe de mis diálogos con ella.

Se dedicó a escuchar mi versión de la historia. De hecho, hasta entonces, fue la única persona que conocía de primera mano mis fantasías de asesinato dirigidas hacia mi marido, algo que ni siquiera me atreví a confesar a mi anterior terapeuta. Me hubiese gustado hallar alguna expresión en su rostro, la que fuera; para poder, por una vez en mi vida, saber lo que otro ser humano podía pensar sobre aquella obsesión que ahora parecía lejana en el tiempo y en las posibilidades.

Creo recordar que les mencioné el destierro del que Jordan fue objeto, luego de nuestro último episodio fallido de poliamor. Mi marido dormía en la habitación de huéspedes, supongo. Yo nunca entraba ahí. Entiendo que le correspondía a él hacer la cama y limpiar la recámara en mi voluntaria ausencia de su nuevo reino personal.

Mudó su ropa y sus enseres de a poco, mientras yo tomaba un baño, me vestía o preparaba el desayuno. Cuidaba de perturbarme lo menos posible cuando, de un momento a otro, nuestros caminos se encontraban en el dintel de la puerta del dormitorio máster, en el pasillo o en el desayunador.

Saludábamos, sí, con la frialdad de dos desconocidos que ya ni siquiera se sienten con la confianza suficiente de mirarse a los ojos o de rozar sus ropas por accidente. Cada quien preparaba su desayuno, lavaba sus platos, se servía su propia cena y se retiraba a dormir a la hora que se le venía en gana.

Las mañanas y tardes en las que Jay no se hallaba cerca de mí por sus obligaciones laborales, se convirtieron en una especie de territorio de tregua para mis andanzas mentales. Podía respirar con cierta libertad, cosa que parecía difícil, sino imposible, cuando su presencia se colaba en la que, desde siempre, había sido su propiedad exclusiva.

Se ama a lo que no se tiene. Aquella frase que sabe a lugar común cobró sentido de nuevo, ahora que mi esposo, hasta unas semanas antes accesible en demasía para el sexo y la ternura, renunciara de manera voluntaria a tocarme, hablarme o mirarme siquiera.

Hubiera querido que lo hiciera, que iniciara una conversación. Incluso hasta para poder darme el lujo de ignorarle, pero no lo hizo. Tampoco le hablé más de lo que requería el momento. Y, cuando mi sombra me traicionaba y lo hacía, podía muy bien arrepentirme por días de mi atrevimiento, de que se me notaran las ganas de él con tanta transparencia.

Vínculo traumático, así lo llamó, alguna vez, mi anterior psicóloga. Es el tipo de relaciones que provocan pensamientos obsesivos, ustedes saben, como las fantasías de asesinato que me aquejaron como por catorce años.

Precisamente por eso decidí no regresar a terapia con ella. Si se enterase no solo de que regresé con Jordan, sino que hasta me casé con él, habría perdido la confianza en la eficacia de sus técnicas. No la culpo, ni me culpo a mí.

Soy un caso perdido.

No he tenido sexo ni con Jordan ni con nadie en semanas, más de un mes, más de dos o incluso de tres. Ignoro qué será de la vida de mi esposo, si se acuesta con otras, si volvió a ver a Gaby, si decidió olvidarme o si ya lo hizo hace mucho tiempo.

La imposibilidad de tocarlo ha vuelto, nunca estuve curada del todo. No puedo soportar apenas su presencia, pero, al mismo tiempo, sueño con él en las noches. Ustedes saben qué tipo de sueños son los que me aquejan, de qué naturaleza.




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