Instrucciones para restablecer el Destino

108 | Un día en la vida de Jordan y Brenda

Es una mañana cualquiera de sábado. Nathaniel duerme todavía. Se escucha el silencio, interrumpido por el motor del refrigerador cada tantos minutos. Gotas de agua que se escapan del grifo de la cocina marcan el ritmo de la respiración de Brenda, que duerme sola en su habitación desde hace varios meses. No sabe cuántos, ni ella misma los ha contado. Prefiere evitarlo para no hacerse mala sangre, como ella misma se dice, cada que despierta y recuerda que Jordan, su marido, descansa en la habitación contigua, la de huéspedes y que, al parecer, no tiene ninguna intención de regresar junto a ella.

Jordan respira como un niño pequeño abrazado a la almohada. Todavía duerme, pese a que ha aclarado lo suficiente como para vulnerar su sueño. Permanece de espaldas a la ventana y sonríe apenas, como si soñara en algo que lo alegra. Y así es, sueña en su esposa, en su hija que está por nacer, y hasta en su primogénito. Cuando despierta, sin embargo, la sonrisa cesa, su ceño se frunce y recuerda, luego de unos segundos, que duerme en la recámara contigua a la de la mujer que ama. Y que no tiene esperanza –ni intención– alguna de regresar a ella.

Jordan ha aprendido, con el tiempo, a prepararse el desayuno por su propia cuenta. Y a preparar el de Brenda, que consiste en una cama de granola, seguida de un kiwi cortado en pedacitos y bañado en miel de abeja o de maple, porción de yogurt griego, nueces troceadas, almendras fileteadas y arándanos rojos. Todo en ese estricto orden.

El marido de Brenda no se atreve a llevarle el desayuno a la cama; prefiere esperar a que ella se levante, a escucharla desperezarse detrás de la puerta, a entrar al baño y salir al cabo de pocos minutos, a cambiarse de ropa o a ponerse su bata de dormir y salir a su encuentro. Bueno, él desearía que se tratara de un encuentro.

Pero las cosas no funcionan así.

Se besan en la mejilla cuando ella está de humor. Y la mayoría de veces lo está. Brenda se sienta, cada día con más trabajo, en la elevada silla del mesón de la cocina. Jordan le sirve su granola con una cuchara grande y redonda que apenas si entra en la boca de Brenda. Pero ella no le dice nada porque no quiere parecer desagradecida. Se lo come todo sin chistar, aunque piensa que Jordan no tiene obligación alguna de prepararle el desayuno, y considera que ese solo hecho es una táctica de manipulación en sí misma para despertar en ella una posible compasión hacia él.

O tal vez piensa que Jordan solo lo hace porque piensa que ella, en una etapa difícil del embarazo, es incapaz hasta de prepararse una estúpida granola con yogurt y frutos secos. No verbalizará nunca nada de este hecho. Tan solo se callará la boca, como siempre, y seguirá con su vida.

La vida de Brenda consiste en cuidarse. Cuenta con treinta y nueve años y no ha tenido un embarazo en casi veinte. Necesita caminar, alimentarse bien y dormir mucho. Pero ella apenas duerme. Para matar el insomnio revisa sus redes sociales, lee apenas y escribe. Redacta un manuscrito que no se acaba de terminar, sobre su vida, la de su marido y la de su hijo.

Brenda tiene plena consciencia de que aquel texto no tendrá más destino que el cajón de su escritorio. Pero, de cualquier manera, se siente compelida a finiquitarlo de cualquier modo. Incluso a la mala. Solo que, por ahora, parecería que la trama de la historia estuviese detenida, para poder descansar, de una vez por todas, de contarse a sí misma su autobiografía y la inextricable relación de esta con su marido y su hijo.

Los sábados cocina Jordan. Sopa de verduras y miso para su reina, como él la llama, y lomo de pollo en salsa de champiñones y vino tinto que no le convence agregar porque supone que el alcohol podría hacerle daño al bebé. No prepara jugo, no sabe cómo. Le sirve grapefruit juice procesado e importado de USA, como todo lo que consumen él y Nathaniel. A Brenda le disgusta sobremanera este último hecho.

Ella come sin apenas mirar a su marido. Con desgano, hace meses que ese plato no le sabe a nada. Pero está consciente de que Jordan ha tomado nota, por fin, de los gustos de ella, y no será quién para desorientarlo de nuevo. Se come en silencio su granola y considera que el grapefruit juice está de más. Que mejor se hubiera bebido un vaso con agua. Pero, como odia desperdiciar la comida, se lo toma igual, a sabiendas que los cientos de calorías que la azúcar procesada de ese brebaje gringo que disfrutan tanto su marido y su hijo irá directo a abultar su vientre ya de por sí hinchado por el embarazo. Olvidará pedirle a Jordan que deje de servirle ese jugo artificial, y se lamentará de este hecho en el futuro.

Luego da las gracias y hace un ademán de levantar su plato. Jordan se lo impide, le ayuda a bajar de la mesa y Brenda le dice que se retira a su cuarto. Su esposo le dice descansa, nena. Ella solo sonríe de espaldas a él y se marcha. Él no tiene noticia de que ella le ha sonreído.

Brenda sale de su madriguera a la una de la tarde para almorzar. Hasta entonces, ha tomado un baño, ha hecho sus ejercicios pélvicos de preparación para el parto, ha tomado su ácido fólico y ha escrito todo lo que había que escribir para ese día: de mil a mil quinientas palabras. Ahora se puede sentir tranquila porque ha cumplido su cuota del día. El almuerzo es una especie de premio que se otorga por ejercer su autodisciplina.

Jordan la mira comer con atención: le dice cosas como sopla, porque está caliente, ¿qué tal sabe?, ¿le falta sal?, ¿le sobra sal?, ¿quieres más?, no has comido nada. Brenda opina que se pasa un poco y que, sí, debería ser algo más generoso con las especias. Pero todo esto lo hace en silencio. En realidad, también le agradece su deferencia.




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